El tren que no quiero tomar
“A cagar bajé del tren,
más el tren partió sin mí.
Como cagar, cagué bien
Pero, coño, ¡me jodí!”
Cuarteta escrita sobre la
pared de un mingitorio,
en la Estación de San Luis Potosí, México, y
publicada
en “Picardía Mexicana” de A. Jiménez.
Hay un mito, ampliamente
extendido, sobre que los trenes pasan sólo una vez en la vida, lo cual se
traduce como alguna oportunidad perdida para uno, la que, vista
retroactivamente, nos deja el recuerdo amargo por un camino que pudo haber sido
supuestamente maravilloso.
Se trataba de un tren presuntamente cargado de esperanzas, de progreso, y, el no haberlo abordado, causaba muchos de los infortunios y desgracias a futuro.
Esta creencia sólo demuestra la
irracionalidad extrema con que nos educaron, irracionalidad que nos ocasionaba estrés,
empujándonos a pararnos como buitres carroñeros, pendientes de las oportunidades
que corrían por las ferrovías a la velocidad de cualquier Ave española, y que, en caso de estar ausentes cuando el vagón abría sus puertas y entrar a él, daban como
resultado impretermitible el castigo de un ser superior, invisible, pero siempre dispuesto
a darnos una zancadilla.
En la vida real no hay un solo
tren o una gran oportunidad, sino una sucesión de trenes, que corren en
diferentes fechas y horarios, con numerosísimas estaciones donde podemos tomar los que nos gusten más o disgusten menos. Depende de nuestras decisiones los
resultados, positivos o negativos, que se deriven, no del diablo... o Dios.
Lo digo porque fui uno de
quienes creyó, por años, en el mito del chachachá del tren. Sobre todo, referido a la política, actividad
colateral a la cual dediqué un número incontable de esfuerzos y dineros perdidos,
en el supuesto de que, actuando así, le hacía bien a mi persona, a mi familia,
a mi país y a la humanidad. Una estupidez crasa, por supuesto, pero que me tocó décadas entender.
Hoy no me interesa para nada
dicho tren, ni me acercaría siquiera a un kilómetro de distancia a la estación
donde se para.
La política es, por decirlo
de alguna forma elegante, una droga, profundamente adictiva, que obnubila el
entendimiento de sus practicantes, y sólo les sirve a quienes se valen
cínicamente de ella para llegar al poder y satisfacer sus inconfesables apetencias;
los mentirosos, charlatanes, chismosos; aquellos que están hechos a la medida para
ocupar la nomenclatura y la periferia de los regímenes que hemos sufrido los
venezolanos hasta hoy.
Además, confieso
públicamente, que me cansé de andar como Diógenes, con un candil en la mano,
buscando honestidad, transparencia, bondad, entre mis semejantes; cuando único detectado
en más de 77 años esta pesquisas, , han sido bocas y traseros inmundos.
Lo mejor de la humanidad me ha
llegado sin buscarlo, sin darme cuenta. De gente que no conocía, no
justipreciaba, a quienes nada les debía, y viceversa. Pero todos ellos llegaron a mí en los momentos críticos,
cuando más necesitaba su apoyo.
Este puñado de personas tiene un denominador, que es independiente de su origen, sexo, nivel cultural o grupo socioeconómico. Ha sido todos “buena gente".
La buena gente me ha hecho feliz, y la
gran infelicidad se la debo a los hijos de puta con quienes me vinculé. Amigo seguidor, le recomiendo renunciar a los malos, y quedarse con los buenos...
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