La muerte de un gobernante
Era el más grande. Lo sabía y así
lo proclamó. Más grande que todos los demás gobernantes del pasado, y no se
cansaba de repetirlo y pregonarlo.
Centralizó al país, desposeyó del poder
a la clase dominante y reformó hábilmente a la sociedad. Para que sus planes se
realizaran, debieron morir centenares de miles de seres humanos. Pero a él los
seres humanos le eran indiferentes. En su gran nación sólo contaba uno: él.
No hablo del Guasón, sino el Rey
Zheng, considerado el primer emperador de China.
En el 246 ADC, a los 13 años, subió
al trono del Estado de Qin, y vivió hasta el 210. Cuando murió, contaba con 49
años de edad.
Usted puede imaginárselo. Un hombre
de nariz ganchuda, ojos oblicuos y apenas visibles, yendo de noche, de un lugar
a otro, a toda prisa, ocultándose para no ser poseído por los espíritus malignos, temiendo
que alguien pudiera atentar contra su vida.
Después, por la mañana como un
vampiro, vencido por la luz del día, regresando a su palacio para comer y dar
órdenes a diestra y siniestra con su desagradable voz de chacal, pronunciando
mentiras, calumnias y sentencias contra todo aquél que no lo venerase cual si
fuera el mismo Papá Dios.
Un día regresaron los brujos a que
había enviado a a buscarle la hierba de la vida eterna, y le dijeron que no
pudieron recogerla porque se los impidieron unas ballenas que rodeaban la isla
donde dicha planta crecía.
En vista de lo cual, Zheng abordó
una nave de guerra, empuñó una ballesta y mató a un mamífero acuático, intentando
castigar con su acción a las ballenas que le habían negado acceso a los campos
donde crecía la clave de la inmortalidad.
De nuevo en tierra, enfermó. Murió
en el viaje de regreso, lejos de la capital. Su círculo íntimo guardó el
secreto el fallecimiento.
El Plan B del Consejo de Estado
Cada día se le llevaba la comida a
la litera imperial, y se fingían reuniones y conferencias políticas. Del
palanquín del difunto, seguían saliendo leyes y edictos que, de acuerdo con la
ley, llevaban sello imperial.
Era verano, hacía mucho calor, y el
viaje de regreso duró demasiado.
Dado que la hedentina del palanquín
era imposible de ocultar, y amenazaba con develar el bluf, el jefe del Consejo
de Estado hizo seguir al vehículo por un carro con pescado salado, el cual
también apesta de manera infernal.
Así regresó a su palacio Zheng, con
un aspecto nada mayestático y respetable, pero eso ya no contaba para él.
Dicen que la historia no se repite,
pero el capítulo del Rey Zheng, ocurrido hace 2 mil 209 años, se paree cada vez
más, sorprendentemente, a lo que ocurre en la Venezuela de hoy.
Los días contados
Fausto Masó afirma que se acabó ya la ilusión de que los dioses de
la llanura -de evidente hechura santera- y el Cristo de la Grita hagan el milagro.
La medicina cubana carece de algo
mejor para tratar al cáncer que el bisturí – empleado para esa finalidad por
Hipócrates 300 y pico de años ADC-, la quimioterapia –inventada por la Bayer en
1935- y la radioterapia –aplicada por los esposos Joliot-Curie desde 1930-.
Desde luego, a diferencia de la
época de Zheng, en el Siglo XXI se puede prolongar la vida a un paciente
terminal, maquillar su franco deterioro y hasta embalsamarlo para que no se
pudra. Pero hasta ahí.
Por lo cual, el ex Presidente del
Banco Mundial, Robert Zoellick, ha declarado que el Guasón tiene sus días contados. Y que a Cuba y Nicaragua, los estados
castro comunistas que le respaldan con mayor vehemencia, se les van a terminar
las canonjías que reciben por chulearlo más temprano que tarde.
La desesperación de tirios y
troyanos
Esta situación, por supuesto, tiene
con los pelos de punta a los miembros de la cúpula podrida del Guasón, especialmente
a aquéllos que, según Eduardo Semtei, serán castigados inclementemente por los
delitos cometidos en el desempeño de sus gestiones como funcionarios públicos y
oficiales de las FFAA.
Lo más repugnante es que, mientras
el Flaquito va avanzando en la conquista del corazón de los votantes, algunos de quienes se
autodenominan como sus aliados unitarios,
se dedican a atacar a los que, como este humilde servidor y amigo, se ocupan de
desbaratar estrategias planificadas hace más de un año en los laboratorios de
la guerra inmunda ubicados en La Habana y Caracas.
Me refiero a declaraciones
infelicísimas como las publicadas ayer en El
Nacional, atribuidas a Enrique Naime, vicepresidente del Copei, en las
cuales felicita al CNE por haber cometido un atentado más contra la libertad de
expresión, al prohibirle a quienes no gozamos de su visto bueno realizar y dar
a conocer tendencias de los electores sobre sus preferencias e intenciones.
Si lo que editó El Nacional es cierto –y no tengo por
qué dudarlo- la acción cometida por Naime hace pensar o que este ilustre
ciudadano pasó de ser socialcristiano a socialcretino,
o que merece llamarse colaboracionista.
Mientras Armando Briquet, Jefe de
Campaña de Henrique Capriles Radonzki critica acerbamente la decisión tomada
por la señoronas del CNE, mientras Datanálisis recuerda que no son los partidos
sino las privadas las que pagan encuestas –porque no tienen cómo hacerlo, ¿o
Copei sí tiene con qué hacerlo, y de dónde sacó la plata?-, mientras Hinteraces
aplaude porque a ellos desde hace tiempo les pagan con creces Pinocho y sus
cuates; mientras todo esto sucede, Naime la coge conmigo y con quienes hemos
puesto en evidencia el crecimiento incontenible de la candidatura del Flaquito.
Es por actitudes como esa que yo le
dije adiós, hace tiempo, a Copei. Y sin haber renunciado a mi ideología
socialcristiana, de la cual continuo siendo militante apologético, considero a
Copei un sueño, que tuve de niño. O el nombre de un caño, o un cerro.
Pero, hay una pregunta más que me
permito hacerle a usted, amigo seguidor: ¿Quién
le dio al CNE la potestad de legislar sobre los derechos de expresión,
información y comercio? Y una afirmación que le hago a los niemes y diretes de la oposición: Ya buscaré la forma de hacer lo que siempre he hecho, sin caer en la trampajaula de los acólitos del Guasón.
Yo sé que el Guasón mató a la
Constitución de 1961, y se limpia el paltó con la de 1999. Pero a las señoronas
que visten de seda, aunque siempre se quedan como son, les queda grande imitar
a su Jefe. Sobre todo cuando lo que, en principio fue el Rugido de Radonzki, se ha convertido en el clamor de la multitud
que le acompañó hoy a inscribir su candidatura presidencial.
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