Ayer Nicolás
Maduro montó un show mediático. Empleó, como trasfondo, la celebración del
octogésimo primer aniversario de la Guardia Nacional, cuyo “honor ni se
divisa”. En medio de ese tipo de cadena de radio y televisión, donde no deja de
decir sandeces, hubo una explosión, paró el discurso, y la imagen hegemónica mostró
a los uniformados ”paticas pa´que te quiero”. Hasta el caballo blanco de
Bolívar salió trotando antes de tiempo.
Más tarde Jorge
Rodríguez, el psiquiatra loco y resentido que maneja la información del Estado,
revelaría que hubo algunos guardias heridos –supongo que se atropellarían ellos
mismos en la carrera–, leyó el supuesto mensaje de los responsables del
incidente y señaló que la trama había sido descubierta, en tiempo récord.
Es posible que
dicho espectáculo, de pésimo gusto, haya sido preparado bajó las órdenes de
Ramirín Valdés, el VP Cubano que dirige la Colonia de Venezuela a través del G2
y Padrino López. Si así fue, revela que Ramirín, a sus noventa y dele, ya esta
chocho y no da para más. Porque, a los narco–gobernantes y a sus amos, les
salió el tiro por la culata, ya que nadie en su sano juicio les cree el cuento.
Y si alguno lo creyese, se lamentará para sus adentros de que la acción haya
resultado fallida.
En la noche,
Maduro volvió a hablar, asegurando que se había salvado de un atentado, gracias
a la pericia de sus francotiradores, que bajaron dos drones cargados con
explosivos C4. Para lo cual, debieron haber empleado fusiles con silenciadores,
pues sólo se escuchó –y grabó– un solo cohetazo.
Finalmente,
Maduro ayudo a su ex “mejor amigo”, Juanma Santos. El colombiano necesita
reposicionarse, tras las cagadas que ha puesto con las elecciones y las
gestiones de paz con el ELN. Al denunciarlo ante la prensa global como autor
intelectual del presunto atentado, Maduro le pone a competir en la
centroderecha con Álvaro Uribe. O al menos eso cree él, pero los caliches no
tienen nada de huevones.
En fin, quien
observó el lenguaje corporal de Maduro, debe haber visto que actúo como actor
de telenovela, con un apuntador electrónico en la oreja –“chícharo”, como lo
llaman en algunos países de Latinoamérica–, recibiendo instrucciones. Y tocándose
el bigote, con ademanes precisos, para dar los comprendidos.
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