El hombre
que amaba a los perros
Tuve el privilegio, en medio de esta pavorosa
sequía intelectual a la cual nos condenó esa ignorancia galopante mal llamada
Revolución Bolivariana, agravada hoy por la desaparición de la impresión en físico
del diario “El Nacional”, de leer la sorprendente novela histórica “El hombre
que amaba a los perros”, publicada por el escritor cubano Leonardo Padura.
La obra relata los días más obscuros del político Lev
Davidovich Bronstein, alias Lyev o León Trotsky, uno de los organizadores
claves de la Revolución de Octubre que permitió a los bolcheviques a asaltar el
poder en Rusia, en noviembre de 1917.
Trotsky fue Comisario de Asuntos Militares durante
la contienda interna subsiguiente, y negociador para la retirada rusa y la
firma del pacto de paz en Brest– Litovsk que oficializó el cese de la
participación de su país en la I Guerra Mundial.
Tras la muerte de Vladimir Lenin, Trotsky se
enfrentó a Joseph Stalin, el psicópata georgiano que lideró el comunismo regional
y local desde 1918 hasta su fallecimiento, en 1953. Su disidencia le causó, en
primer término, su internación en un gulag de Siberia; después, su expatriación
a Turquía, Europa y México; finalmente, su asesinato a manos del sicario
español Ramón Mercader.
Tres vidas
en paralelo
La trama de la novela de Padura entreteje tres vidas
en paralelo: Lo que (debe suponerse) es una biografía del propio autor,
desarrollada en el entorno de la Cuba castro–comunista; la conversión del
combatiente republicano Mercader en un despiadado y letal agente de la NKVD,
entrenado con el único propósito de liquidar al exiliado Trotsky; la larga
agonía de Trotsky en un proceso donde va perdiendo patria, seguidores, familiares y hasta su propia
imagen pública.
Si bien es cierto que la descomunal campaña de
desprestigio incoada por Stalin contra su ex camarada tuvo como efecto crear
gran confusión sobre el sentido y vigencia del pensamiento trotskista en Rusia,
no es menos cierto que la influencia del expatriado fructificó y se desarrolló,
para bien o para mal, en partidos socialdemócratas del Siglo XX, como Acción Democrática,
creado por Rómulo Betancourt en Venezuela, y APRA, por Víctor Raúl Haya de la
Torre, en Perú.
Trotsky en México
Padura revela los amoríos entre Trotsky y Frida Kahlo,
esposa de Diego Rivera, quien le brindó acogida al establecerse en Ciudad de
México. En esas pequeñas historias dentro de una grande, pone de manifiesto la
típica infidelidad que existía entre los artistas e intelectuales comunistas,
que confundían (quizás adrede) “amor libre” con promiscuidad. Lo más triste en
estas relaciones clandestinas es que, en ellas, nunca figuran expresiones como
afecto, amor, pasión; sólo la satisfacción de las necesidades fisiológicas
básicas de los protagonistas, como si en el sexo no hubiera otra cosa que la
base dela pirámide de Maslow.
También en el escrito de Padura se evidencia la
perversión de otro de los grandes muralistas de su tiempo, David Alfaro
Siqueiros, quien dirigió el primer atentado fallido contra Trotsky, por órdenes
del Stalin y el Partido Comunista Mexicano.
La mentira y
el fracaso históricos del socialismo
Pero lo más interesante del libro son, a mi
juicio, las afirmaciones de su autor sobre la absoluta y terrible mentira y
fracaso que ha sido, es y será el socialismo, desde su versión estalinista
hasta las actualidades versiones de Cuba, Bolivia, Nicaragua, Norcorea y
Venezuela. Aunque es muy difícil sintetizar 535 páginas en pocas frases,
escritas por el propio Padura:
“Lo cierto era que leyendo y escribiendo sobre
cómo se había pervertido la mayor utopía que alguna vez los hombres tuvieron al
alcance de sus manos, zambulléndome en las catacumbas de una historia que más
parecía un castigo divino que obra de hombres borrachos de poder, ansias de
control y pretensiones de trascendencia histórica, había aprendido que la
verdadera grandeza humana está en la práctica de la bondad sin condiciones, en
la capacidad de dar a los que nada tienen, pero no lo que nos sobra, sino una
parte de lo poco que tenemos. Dar hasta que duela, y no hacer política ni
pretender preeminencias con ese acto, y mucho menos practicar la engañosa
filosofía de obligar a los demás a que acepten nuestros conceptos del bien y de
la verdad porque (creemos) son los únicos posibles y porque, además, deben
estarnos agradecidos por lo que les dimos, aun cuando ellos no lo pidieran. Y
aunque sabía que mi cosmogonía resultaba del todo impracticable (¿y qué carajo
hacemos con la economía, el dinero, la propiedad, para que todo esto funcione?,
¿y qué coño con los espíritus predestinados y los hijos de puta de
nacimiento?), me satisfacía pensar que tal vez algún día el ser humano por
cultivar esta filosofía, que me parecía tan elemental, sin sufrir los de lores
de un parto ni los traumas de la obligatoriedad: por pura y libre elección, por
necesidad ética de ser solidarios y democráticos. Paja mentales mías (...)
Todo se precipitó una tarde del verano de 1994,
justo cuando tocábamos fondo y parecía que a la crisis solo le faltaba
masticarnos par de veces más para tragarnos. No resultó fácil, pero ese día
saqué Dany del pozo de la desidia y nos fuimos hasta Cojímar en nuestras
bicicletas, dispuestos a presenciar el espectáculo del momento, lo nunca visto:
la salida masiva, en las embarcaciones menos imaginables y la luz del día, de
cientos, miles de hombres, mujeres y niños que aprovechaban la apertura de
fronteras decretada por el gobierno para lanzarse al mar en cualquier objeto
flotante, cargando con su desesperación, su cansancio y su hambre, en busca de
otros horizontes”[1].
[1]
Leonardo Padura: “El hombre que amaba a los perros”, P. 403–404, Tusquets
Editores, Caracas 2014
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