Termina una de las campañas electorales más tristes que hayamos presenciado en nuestra existencia, caracterizada como está por la verborrea impúdica, procaz y mentirosa del Guasón, que ya no moja pero sí emparama; un discurso falto de sindéresis de la oposición tolerada, que evade los temas principales que deberían ser que confrontados –el impeachment de Chávez y la urgente reconstrucción de la institucionalidad, legalidad y economía nacionales- y se dedica a prometer arreglo de cloacas, construcción de viviendas y ayudas financieras a los marginales; un desánimo y una arrechera permanentes para quienes sabemos percibir las señales del sentimiento popular; y, como señala Rafael Poleo en la última entrega de la Revista Zeta, una pava ciríaca donde se pudren los alimentos, se estrellan las aeronaves y autobuses, se caen los puentes y las carreteras, se producen apagones y cortes de agua a granel, aumentan los precios de los bienes esenciales o, sencillamente, no se consiguen, y la violencia homicida sigue campeando por sus respetos.
Hay que votar el 26-S, sí, pero con la conciencia de que estamos dando un cheque en blanco a un grupo de ciudadanos que juran y perjuran que van a deshacer los entuertos y encaminar al país hacia un futuro deseable y posible. No dudamos que, en gran número, son personas llenas de coraje y buenas intenciones, pero éstas últimas no bastan, pues de ellas están empedrados los caminos del Averno. Pero hay otros personajes que no lo san tanto, gatopardistas o colaboracionistas, que intentan dar la apariencia del cambio –para que todo siga igual- o, una vez sentados en la Asamblea, negociar su parcela de poder con el Guasón.
Hay que recordar que la mayoría de nuestros presidentes y sus colaboradores íntimos se han comportado como verdaderos psicópatas en la conducción de la administración pública, tal como lo explican los psiquiatras venezolanos Roberto de Vries y Marina Lander en Sexo nuestro que estás dentro y fuera de las camas (1993):
La presencia de la corrupción dentro de todos los niveles de nuestra vida pública, nos motiva a demostrar que todo corrupto es un psicópata, con alteraciones graves en su sexualidad y técnicas para obtener placer o poder.
Para reconocer a un corrupto, en un país donde el tema ya es un lugar común, podemos guiarnos un poco mejor por la vida sexual que proyectan que por las decisiones de nuestra justicia, las cuales no pasan de unas cuantas órdenes de investigación gran parte de las veces.
Al analizar por qué los sexópatas de las castas dominantes se han apropiado del inmenso botín que genera la renta petrolera y la aceptación mayoritaria y pasiva de tal indignidad por el pueblo venezolano, De Vries y Lander proponen dos posibles hipótesis: O temen los corruptos ser exculpados e identificados por su patología mental, o se ha creado un estigma social y colectivo donde resulta peor ser loco que ladrón.
Como no somos especialistas para descubrir a los sexópatas existentes entre los aspirantes oposicionistas al Parlamento, y aunque lo fuéramos, no hay nada más difícil que conocer el pensamiento ajeno, pues resulta muy trabajoso hasta reconocer el propio y sus variantes; votar no resulta suficiente ni va cambiar las cosas, por obra y gracia del Espíritu Santo.
Se requiere, antes bien, de una actitud individual agresiva y combativa, que parta del interior de nosotros mismos. Una conducta que nos eleve de la condición de sujetos pasivos de la violación política, y nos incite a salir a la calle a defender nuestros derechos, con las uñas y los dientes si fuera necesario.
No se trata de responder al victimario con sus propio arsenal, que no lo tenemos, sino con valentía, de la cual él carece. Así como no quiero ser amo, tampoco quiero ser esclavo –afirmó Abraham Lincoln en el Discurso de Gettysburg. En otras palabras, se nos exige dejar de ser víctimas de los enajenados de turno, debemos abandonar nuestra culpa, y adoptar la responsabilidad del adulto responsable; crecer no sólo intelectual sino emocionalmente.
Sólo así podremos evitar una nueva violación política el 26-S, y comenzar a recorrer el largo camino que señalara Simón Bolívar en su Discurso de Angostura.
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