Hace un par de blogs, comentábamos de qué manera los sátrapas que han martirizado a sus pueblos, en múltiples espacios y tiempos, pueden ser definidos, sicológicamente hablando, como sexópatas, y que esta patología se caracteriza –igual que la de los abusadores, acosadores, pederastas, sadomasoquistas y violadores- como un trastorno grave de la personalidad, caracterizada porque la resolución de la respuesta sexual no termina fisiológica o normalmente, sino como consecuencia de la dominación ejercida sobre la persona sometida a la fuerza o el empleo antiético del principio de autoridad.
No profundizamos -pero sí dejamos entrever- que las víctimas de tan perversa relación de poder/sumisión, desarrollan una especie de síndrome de Estocolmo, o dependencia morbosa hacia el victimario, en la cual llegan a considerarse culpables de las torturas a las cuales se les someten, pues ellos mismos han dado pie a las mismas, al convertirse –por expresarlo de alguna manera- en sujetos de tentación. Y que la cura para ellas es muy difícil, sino imposible.
Los ejemplos sobran, en la vida real y en la literatura. En la vida real, está dramáticamente presente en Tijuana, México, la ciudad con la mayor densidad de prostitutas –en su mayoría, menores de edad- que existe en el mundo. En la literatura, por La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, donde narra la tragedia de una adolescente, de buena familia dominicana, a quien esa bestia subhumana que se llamó Rafael Leonidas Trujillo, desflora violentamente, y le daña el resto de su existencia.
Pero lo peor de los regímenes totalitarios no son las felonías de los sicópatas que las encabezan, sino el traslado de su demencia a los colectivos que gobiernan, y la impotencia generada entre sus pueblos esclavizados, como un reflejo de la disfunción del amo transferida a la multitud. ¿Cómo lo logran? Igual que lo hacen los celestinos de Tijuana o los políticos de la época de Chapita, con regalitos a las putas y canonjías a los padres de las niñas violadas; con las sobras del botín que se reparten el autócrata, su nomenclatura y los amigotes del vecindario.
Cuando vemos a una pobre pata en el suelo declarando en televisión sus miserias –El río arrasó el conuco, no dejó ni topochitos. ¡Bendito sea, alabado! ¿Qué haré yo con mis negritos?- y, seguidamente, exculpa al Guasón: Yo sé, Presidente, que usted no es responsable de lo que pasa. A usted le ocultan la verdad; no podemos menos que echarnos a llorar, pues si en algo tuvo razón Bolívar –no el espantajo ese que idolatra la casta financiera-militar-comunista que nos sojuzga, envilece y desgobierna día a día, sino en el Libertador con mayúscula- es que nuestra peor maldición es la ignorancia crasa de la gente. Ignorancia manifestada, entre otros indicadores, en el récord latinoamericano de niñas embarazadas –un 15%, aproximadamente-, y que sólo se compara con los porcentajes de las naciones más atrasadas del África Subsahariana.
Ese despelote de hijos e hijas de padres desconocidos es la materia prima para las guerrillas, el sicariato, el narcotráfico, el crimen organizado y la prostitución. Y la fuente mayor de votos para darle un barniz de legitimidad a esta ñoña.
Por eso, el Guasón y sus cómplices arremeten contra la Universidad. Saben que las verdaderas transformaciones radicales de las sociedades vienen de los claustros –así lo asegura Arturo Uslar Pietri, en su libro Educar para Venezuela (1971)-, y que de los cuarteles nunca salió algo bueno. Por eso también arremeten contra los canarios, que llegaron con una mano por delante y otra por detrás, acosados por la atroz tiranía de Francisco Franco, Generalísimo por la Gracia de Dios. Porque los canarios forman familias, tienen hijos, los crían en valores y los enseñan a trabajar, no a robar, mendigar, confiscar.
Pero bien jodidos estamos cuando a los canarios se les llama oligarcas, usureros y latifundistas. Y la oposición tolerada en-MUD-ece frente al despojo de los dueños de Agroisleña, pero protesta, vehementemente, ante las declaraciones del insano Isaías Rodríguez en Madrid, otro miembro destacado de la sicopatía reinante.
Hablemos claro: Nos importan un carajo los etarras. Todos sabíamos que eso pasaba acá, y no es más grave –dos pendejos, al fin y al cabo- que lo de los invasores narco-colombianos, los raspadores de olla cubanos y los gambusinos de uranio iraníes. El show de los etarras –como lo revela el profesor Adolfo Salgueiro- tiene un cariz político, y el PSOE lo está usando como argumento para descalificar al PP con vistas a las próximas elecciones.
Pero, como descendientes de canarios que somos, se nos parte el corazón con lo de Agroisleña. No se lo merecen su propietarios y trabajadores, y no deberíamos permitirlo. Bendita tierra canaria.
Nota: Aprovechamos la ocasión para mandar –si es que le llega- nuestra enhorabuena a Mario Vargas Llosa por su Premio Nóbel de Literatura. El escritor hispano-peruano anticipó, en La guerra del fin de siglo, el advenimiento de un personaje como el Guasón. Y desnudó, en Pantaleón y las visitadoras, la mentalidad de oficiales como los que dirigen los destinos de esta desdichada República. Esperamos que al Guasón se le retuerzan las tripas en su tour a China, pensando en la gloria de la cual disfruta hoy, merecidamente, Vargas Llosa, pues estamos seguros que de su boca no saldrá ni una sola palabra para alabar al otro Premio Nóbel, el de la Paz.
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