Un triste domingo del mes pasado, el amigo, poeta y gastrónomo Rubén Osorio Canales anunció que dejaría su muy destacada columna sobre cocina y política en La Razón porque los médicos le habían prohibido comer la mayoría de lo que preparaba y recomendaba. Sin embargo, desde hace un par de semanas regresó, aunque sólo haya sido para recordar los viejos aromas y gustos del paladar.
La anterior confesión y posterior retractación, así como una carta que Claudio Nazoa le enviara a Pedro Penzini Fleury, quien desde hace tiempo funge como nutricionista, deportista y economista, pero que realmente es odontólogo y locutor, motivan estas líneas, las cuales, probablemente, ayudarán a Osorio en su esperada recuperación y mitigarán de alguna forma el complejo de culpa que pareciera subyacer en la epístola del humorista sobre lo bueno que es comer y beber en exceso.
Veamos algunas experiencias en contra de la corriente de quienes promulgan las virtudes de una vida sana y otros enemigos jurados de Nazoa.
Tristán da Cunha y la pérfida azúcar
Tristán da Cunha es la única isla poblada del archipiélago que lleva su nombre, ubicado en la mera mitad del Atlántico Sur y con el récord Guiness de la región insular más inaccesible del mundo, pues está rodeada por acantilados de más de 600 metros de altura y carece de bahías para puertos o llanuras para aeropuertos.
Aunque Tristán da Cunha fuera descubierta en 1506 por un navegante portugués que le dio su nombre, la isla se fue poblando con una primera oleada de colonos británicos que se dirigían a la Unión Sudafricana y naufragaron en sus costas, con la buena suerte de que recuperaron la mayor parte de los libros, animales de cría, semillas y enseres que llevaban a bordo.
Más tarde se añadieron a su núcleo poblacional balleneros y cazadores de focas, procedentes de Norteamérica, quienes añadieron a la dieta local –integrada por cordero, quesos de oveja, langostas y tubérculos- el ron antillano y los aceites y carnes de sus presas.
En 1876, el gobierno de Su Majestad Británica declaró formalmente parte al archipiélago como parte del Imperio, y lo anexó como dependencia de Santa Helena. Hasta ese momento, dada la exacta memoria escrita por los isleños, conservada en sus actas de nacimiento, bautizo, matrimonio y defunción, y pese al atroz régimen alimenticio del cual disfrutaban, no se registraron casos de cardiopatías, caries dental, gripes, diabetes ni resfriados.
Diez años más tarde hubo que importar dentistas de Inglaterra, apareció la diabetes y la gente comenzó a morirse del corazón. ¿Qué cambió la situación? La introducción del azúcar refinada, un veneno sutil que destruye la dentadura y desequilibra la generación de insulina y tiroxina, pues cada vez que se consume el organismo la vierte directamente al torrente sanguíneo, desatando micro comas diabéticos de tracto sucesivo.
Esto es tan cierto que en otra isla, Barbados, que carece de agua de ríos y la que bebe la filtra del mar a través del coral y la succiona a través de suelos con 400 años a cuestas de cultivo de caña de azúcar, el 50% de sus residentes son diabéticos o prediabéticos.
El pirata Morgan y el noble limón
Henry Morgan (1635-1688) comenzó su vida adulta como siervo de la gleba en Barbados, se convirtió en el pirata más osado y sanguinario de Caribe –en sus hazañas figuran los saqueos de Portobelo y Puerto Príncipe (1666), la toma de Maracaibo (1668) y la toma y destrucción de Panamá (1671). Por sus servicios a la Corona, fue nombrado gobernador de Jamaica, elevado a Caballero del Reino y murió, pacíficamente, en su productiva finca de Port Royal.
Lo que poca gente conoce sobre Morgan son sus actividades de ambientalista y nutricionista. En sus años de piratería, Morgan construyó su cuartel general en el archipiélago de Providencia y San Andrés –localizado frente a lo que ahora es Nicaragua-. Sólo él y sus capitanes conocían el único acceso a San Andrés, un paso muy estrecho a través de un impenetrable muro de coral. Quienes osaban perseguirlos hasta allí, despedazaban sus naves, y los supervivientes era inclemente rematados por los bucaneros.
La dieta de Morgan y sus piratas consistía, básicamente, en agua de coco aderezada con jugo de limón –sólo en Providencia hay agua dulce-, meros roqueros, langosta, carne de cerdo, frutas del árbol del pan –especies de taparas cuya pulpa asada o hervida sabe a papa y yuca- y ron.
Valoraba tanto Morgan a los cocoteros que, al que lograra hacer crecer dos de estas palmeras, les regalaba una negra, importada de Jamaica; al que tumbara alguna, lo ahorcaba. También descubrió que su arma secreta contra el escorbuto, una enfermedad producida por la carencia de la vitamina C, que diezmaba a sus adversarios españoles. También estimaba en alto grado el valor de la educación, por lo cual, al lado de las ninfas de ébano, llevó a San Andrés maestros británicos para que desasnaran a sus combatientes, mujeres y proles.
Siglos después, Linus Pauling (1901-1994), doblemente galardonado con el Premio Nóbel descubrió lo atinado que estaba Morgan, al desarrollar la teoría y praxis de la nutrición ortomolecular. Demostró experimentalmente que la mayoría de las enfermedades actuales –cáncer y cardiovasculares- se debían a una ingesta deficitaria de vitaminas antioxidantes –especialmente C y E-, y que los pacientes afectados se curaban o mejoraban notablemente con megadosis diarias de las mismas.
Otros investigadores que le precedieron han descubierto las propiedades curativas de la vitamina B-22 –abundante en el cristal de la sábila y en drupas como los duraznos, las ciruelas y los melocotones- contra el cáncer y el sida. Aunque desde hace tiempo se conocían las propiedades preventivas del grupo B contra la pelagra, otra enfermedad mortal cuya fase Terminal se asemeja a las del cáncer, el escorbuto y el sida.
En la Primaria nos enseñaron que el yantar debía ser balanceado, e incluir prótidos, glúcidos –no simples, como el azúcar, sino complejos como el alcohol, el papelón y el almidón- lípidos, grasas, vitaminas y minerales. La representación escolar de los mejores alimentos para lograr tal armonía eran la leche, las carnes, los huevos, las frutas y los cereales.
Estas siguen siendo verdades actuales, pero las contradictoria desinformación difundida a favor de intereses políticos y económicos globales ha logrado complicar la existencia sobremanera, hasta el punto de que, cada bocado o trago que nos llevemos a la boca sea percibido como un pecado mortal, o, al menos, como una palada más de la tumba que nos estamos cavando.
La moraleja en las historias es muy simple: ni las carnes ni los crustáceos rojos, ni los quesos ni los aceites de origen animal, ni los tubérculos ni los destilados alcohólicos –aunque se beban en exceso, ya que Tristán da Cunha se consumía a la semana una botella de ron per cápita, sustituida al presente por otra de güisqui en la misma cantidad- dañan la salud. El azúcar refinada sí, con toda seguridad. La avitaminosis también, con la mayor certeza.
Para Osorio y Nazoa, Morgan, Pauling y los isleños de Tristán da Cunha deberían considerados como los profetas de una nueva era. Aunque ya Morgan cuenta con un homenaje líquido ampliamente publicitado: el mejor ron jamaicano lleva su nombre.
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