Erwin Wickert, Embajador de la República Federal Alemana en Beijing (1976-1980), publicó, una vez finalizada su misión, China vista desde adentro (1982), libro que se convertiría en un best-séller internacional.
Aunque Wickert no se consideraba a sí mismo como un sinólogo, había trabajado anteriormente en las legaciones tudescas de Shangai y Tokio, entre 1939 y 1945, y era un consagrado ensayista, dramaturgo y novelista a la fecha de edición de la obra comentada.
Wickert aseguraba en ella que la visión y valoración de los analistas occidentales sobre China, en general, y la dictadura comunista implantada por Mao a partir de 1949, en particular, eran imprecisas pues no explicaban por qué órdenes históricos milenarios, basados en la armonía, se desplomaban de la noche a la mañana, con mucha frecuencia, y arrastraban y enterraban bajo sus escombros a millones de seres humanos.
Señalaba Wickert la forma admirable en que el pueblo chino, tras sus grandes alzamientos y rebeliones y la caída de las dinastías, lograba en breve tiempo establecer nuevos sistema, muy semejante a los anterior, con nuevos controles y regulaciones que restablecían el equilibrio perdido.
Según Wickert, pese a que China acumulaba más guerras y revoluciones en su haber histórico que todo el Occidente en su conjunto, estos ciclos se repetían una y otra vez, hasta que llegó Mao:
Él no buscaba la estabilidad sino el progreso, que sólo podía conseguirse actuando como Prometeo, basándose en la revuelta y la contradicción. No deseaba la armonía sino la revolución permanente. Exigió de los chinos -y no sólo de ellos- que se decidieran a seguir la línea de la revolución proletaria para luchar contra los burgueses. Sólo existían esas dos tendencias, y en confrontación de ellas no cabía la neutralidad. Los indecisos eran despreciados. Quien se mostraba partidario de la doctrina del camino intermedio se oponía al progreso, que sólo podía crecer y desarrollarse a partir de la lucha revolucionaria. El combate entre las dos tendencias, la línea proletario-revolucionaria y la línea burguesa-revisionista era la madre de todas las cosas […] La línea correcta no podía ser en ningún caso la que defendiera y se esforzara en conseguir una existencia armónica basada en el acuerdo y el entendimiento general, en la que todo transcurriera como en una clase de bordado, sino aquella que estuviera decidida a imponer las transformaciones más radicales de la sociedad por los medios más radicales. Sólo podía ser un revolucionario auténtico quien supiera odiar.
Tras el fiasco del Gran Salto Adelante, Mao supo que las riendas del poder se le escapaban. A comienzos de la década de los sesenta del siglo pasado, la nomenclatura del PCC empezó a no pararle a Mao, y la prensa publicó notas donde se mofaban de él, lo cual resultaba inaceptable, pues cualquier chino prefiere la muerte que la humillación. Además, Liu Shaoqi y Deng Xiaoping comenzaban a aflorar como sucesores del vetusto tirano.
Entonces Mao inició su Revolución Cultural. El 26 de julio de 1966 movilizó a las juventudes contra el Partido y el gobierno de Pekín, que trabajaban tranquila y continuamente decididos a apartar de su camino al defensor de todas las utopías. Posteriormente, Mao se jactaría de haber lanzado una ocurrencia hasta el momento inexistente en los textos revolucionarios: ¡Bombardeen los centros oficiales!; la solución ofrecida por él, fue la orden por él dictada a través de los medios oficialistas. Dividió al pueblo y lo obligó a enfrentarse consigo mismo. Aquella marejada de violencia –que segó la vida de millones de personas- le llevó nuevamente al poder.
En su primera visita oficial a la República Popular China, el que les contamos confesó su veneración por Mao. Igualmente, así lo hizo sobre Lenin, en su visita a un perdido pueblo de las Federación Rusa, cuando descubrió una todavía en pie estatua del barbudo líder ruso, cubierta con caca de paloma. La prensa venezolana, todavía independiente, se lo tomó a risa, dejando leer entre líneas cuestionamientos sobre la ignorancia, la falta de actualidad y la incongruencia de tales comentarios.
Y así, de chiste en chiste, han transcurrido once años.
Los supuestamente cultos, actualizados y congruentes críticos del que les contamos siguen empeñados en sus humoradas, mientras él hace lo que le da la gana: entrega la soberanía a Cuba, arruina al país, lo desmantela, desprecia a los profesionales egresados de nuestras universidades, privilegia a los capitalistas brasileños, anula con glopes de Estado los resultados electorales en Táchira y Zulia, mantiene un toque de queda de facto con su Guardia Roja y la verde oliva, raciona los alimentos, el agua y el fluido eléctrico a su leal saber y entender y se limpia el paltó con la Constitución. Por si fuera poco, nos lo tiene metido a fondo con sus Cuatro Motores de la Revolución –y ahora un Quinto, las comunas-.
No hay nada de gracioso en lo que él deshace. Ni en transformarlo en chanza, porque si la joda pudiese cambiar la Historia, ni Hiltler, ni Mussolini, ni Trujillo, ni Stalin hubieran llegado más allá de la primera base, pues bien ridículos que lucían en sus uniformes, espacios y tiempos respectivos.
Para un observador fino debería ser más bien muy preocupante cómo los fablistanes de los medios oficialistas y algunos de los funcionarios de la jerarquía hayan progreso en sus respectivas apariciones mediáticas.
Durante la rueda de prensa que diera Alberto Federico Ravel, por ejemplo, los periodistas apologéticos del régimen concurrieron con preguntas estudiadas y respuestas argumentadas. Así mismo lo hizo la novel Defensora del Puesto, Gabriela del Mar Ramírez. Lo importante, en ambos casos, no fueron los contenidos, sino la forma de exponerlos en pantalla.
Atrás quedaron la mirada huidiza del anterior Defensor del Puesto, Germán Mundaraín, el discurso de orate del ex Fiscal General Isaías Rodríguez y hasta la mediación de Mario Silva para atacar en exclusiva a los chivos enemigos de régimen. Ni siquiera la fantasías de Pedro Carreño y las disquisiciones de otros de sus compañeros del PUS en la ANAL –Asamblea Nacional- , tendrán cabida en la Revolución Cultural propuesta, propulsada y acelerada por el que les contamos.
Por eso, el único humor recomendable en este capítulo de nuestra tragicómica historia reciente es el humor en serio. El de Laureano Márquez.
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