El mayor antivalor del país –afirma uno de mis hermano- es la matraca, pues ella se ajusta al ciclo biológico del ciudadano: el primer martillazo lo recibe al nacer, cuando sus padres deben bajarse de la mula para conseguir la partida de nacimiento; y el último al fallecer, cuando las empresas de pompas fúnebres se activan para enterrarlo o incinerarlo dentro de la cronología estipulada. Un venezolano o venezolana mayor de 50 años carece de la memoria necesaria para recordar cuántas veces ha sido extorsionado durante su existencia, oficial u oficiosamente, o calcular el monto de estos hechos de tracto sucesivo.
La matraca en Venezuela no discrimina por clases o grupos socioeconómicos, no diferencia edades, géneros, simpatías o ideologías. Es, por decirlo de alguna manera, pluralista y democrática.
Hay matraqueros de todos los niveles: desde los cuidadores de carros hasta los capos de la narcoguerrilla colombiana, pasando por los cobradores de peajes y vacunas y los gestores de todo tipo –que son una suerte de clase media legitimada y socialmente aceptada-. Incluso en los operativos de cedulación y suministro de alimentos a costo reducido, medran individuos que no van a cedularse ni a comprar, pero sí a vender sus puestos salidores en las colas que suelen formarse en dichos eventos.
Como se trata delitos de extorsión, mezclado con la corrupción siempre in crescendo, los millones de víctimas no tienen alternativas, o brincan o se encaraman. Y encaramarse implica someterse a procesos humillantes e infamantes, sobre los cuales ni siquiera Franz Kafka pudo haber atisbado dentro de su esencia o naturaleza, y cuyo final termina, implacablemente, en pérdida de tiempo y gasto mayor del dinero inicialmente solicitado.
En nuestro vecindario vive un sujeto a quien llamaremos Maní. Viste los colores rojo rojitos, vocifera –casi siempre embriagado- las consignas más elementales de la revolución bolivariana, arremete verbalmente cuando pierde el control etílico a los pacíficos y desarmados habitantes de la zonas, amenaza a los viejos con quitarles sus pensiones y otras menudencias por el estilo. Maní, además, constituye una especie de espía o informante del régimen, está en conocimiento de quienes le son afectos –una mayoría de los vecinos- y quienes desafectos –una minoría, que responde a los cacerolazos nocturnos con tiros de 9 mm y canciones de Alí Primera a todo volumen-.
El negocio primario de Maní es la explotación de los indigentes. Estos llegaron a la zona atraídos por el oropel de Pdvsa, y allí se quedaron, esperando las sobras del festín de Baltasar. Hurtan los contenedores de basura, abren las bolsas en busca de todo lo reciclable o comestible y, en su desesperación y ruina moral y física, rompen los vidrios de los automóviles parqueados en las calles, no para robar sino para expresar sus sentimientos. De lo poco que consiguen, hurtando, mendigando o escarbando, Maní recibe su porcentaje.
Pero Maní, a quien la dictadura le ha regalado una vivienda y un salario mensual, no es un caso único ni de excepción en esta Tierra de Desgracia.
La carretera que conduce desde Maracaibo hasta La Raya, o frontera del Zulia con la Guajira es testigo mudo de otra matraca colectiva, a la cual se somete a los colombianos residentes en Venezuela cada vez que visitan a sus familiares en la vecina república. Hay más de diez alcabalas móviles en la vía, y en cada una de ellas el viajero neogranadino debe abonar un promedio de diez bolívares fuertes, un total de 200 mil bolívares de los viejos –si tomamos en cuenta el pasaje Maracaibo-Maicao que es de 100 mil-. Adivine usted, querido lector, quienes se benefician de ese negocio ilícito, a la ida y a la vuelta. Sí, los mismos hombrecitos verdes cuyo honor no se divisa y cuyos líderes tanto aman al Comandante en Jefe y tan dispuestos están a arriesgar sus vidas, arremetiendo contra manifestaciones pacíficas de ancianos y estudiantes con gas del bueno y perdigones.
No creamos, ni por un segundo, que los maníes y hombrecitos verdes de este país surgieron con la llamada V República. El problema viene de lejos, de la Colonia, y se instauró después de la Independencia, cuando los recolectores oficiales de impuestos fueron sustituidos por asaltantes de caminos y delegados de los caudillos que sumieron a Venezuela en una cruenta, interminable y empobrecedora posguerra civil que duró más de un siglo. Pero que el problema sea viejo no excluye el imperativo de que la nueva clase dirigente que surja tras los inevitables cambios del futuro se vuelva a cruzar de brazos ante la matraca y repita la frase: ¡Así es el Maní!
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