La suerte de los pingüinos
Luis García
Planchart
¿Quién no mira al
sol cuando anochece?
¿Quién no ve al
cometa cuando estalla?
¿Quién no escucha
la campana cuando tañe?
¿Quién desoye su
sonido que lo traslada fuera de este mundo?
Ningún hombre es
una isla.
Cada uno es una
pieza, la parte del todo.
Si el mar se
lleva pedazo de tierra, toda Europa queda reducida, como si fuera un
promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.
Ninguna hombre
es una isla
La muerte de
cualquiera te afecta, porque está unido
a toda la humanidad-
Por eso, no preguntes
nunca, ¿por quién doblan las campanas?
Doblan por ti.
John Donne
I
Todos
somos culpables de que Maduro se haya empoderado. Parafraseo
así el título de la carta póstuma del periodista cubano Miguel Ángel Quevedo,
redactada horas antes de descerrajarse la cabeza de un tiro, donde aseguraba que
su generación le había tendido la cama a los Castro.
Quien rechace su responsabilidad en nuestro
proceso degenerativo, que lo haga calladamente, pero no pretenda aducir
inocencia o ocultar su responsabilidad bajo el inmaculado manto de una vestal
griega.
Cuando pienso Leopoldo López y a sus
esposa Liliana, enfrentados a sus hostigadores como lo hiciera Cristo hace más
de dos milenios, no puedo menos que admirar su valentía, deplorando
simultáneamente su noble intención, pues hoy no cabe el martirologio, sino del
cierre de filas y la concentración de energías para resolver esta vaina de una
vez por todas.
A los judíos del gueto de Varsovia les
tomó 10 años reaccionar contra el oprobioso y
macabro final que les esperaba en los campos de exterminio. A los
chilenos, 17 salir de Pinochet. ¿Cuánto tiempo habrá que esperar para que el venezolano
reaccione y comprenda que las campanas doblan por él mismo?
Democracia, tal como se vive EEUU y la
Unión Europea, nunca hubo en Venezuela. Como la calificara Arturo Uslar Pietri,
se trataba de Un régimen de libertades,
contaminado por el capitalismo estatal (el gobierno como gran empleador,
manufacturador y proveedor de servicios turísticos) y el control férreo de
precios e importaciones, desde el whisky hasta los automotores.
Durante los gobiernos de Rómulo
Betancourt y Raúl Leoni, se suspendieron varias veces las garantías
constitucionales por la lucha antiguerrillera, y se ilegalizaron los partidos
de la izquierda radical.
En el primero de Caldera, se allanó y
cerró por un largo período la Universidad Central, aunque después se decretara
la amnistía para pacificar a la República.
La Gran
Venezuela de Pérez acabó con el sueño de la clase media venezolana de un
hogar por familia, al eliminar el crédito hipotecario fijo al 8 y 12% anual; y
destruyó, de paso, la capacidad mediadora de la banca privada, a la cual le
resulta desde entonces mucho más rentable enriquecerse con bonos y papeles del Estado
que con el honesto ahorro de los trabajadores. Hoy tenemos bancos como
poderosos, pero estamos huérfanos de viviendas.
Al inaugurar su mandato presidencial,
Luis Herrera Campins dijo: Recibo un país
hipotecado. Al finalizarlo, lo dejó peor que antes, con una moneda
devaluada que sigue cayendo por un barril sin fondo, y con un control de cambio
del cual la nación no ha podido liberarse, pese a haber contado con numerosas
oportunidades y recursos para deshacer sus entuertos.
En el segundo gobierno de Pérez, se
produjeron El Caracazo y los golpes
del 4-F y el 9-N, así como la defenestración del gocho. El mismo Pérez aseguró:
Les di de comer y me rompieron el plato
vacío en la cabeza. En el segundo gobierno de Caldera, se amnistiaron los
oficiales y civiles golpistas de 1992, y se les restituyó su habilitación
política.
Caldera se cruzó de brazos, en 1994,
mientras el Banco Latino y diez de las instituciones financieras más grandes
del país caían en bancarrota. Frente a casos similares, la aún frágil
democracia chilena invirtió más de 7 mil millones de dólares para respaldar a
los depositantes, y el gobierno español cargó con el muerto del Banco Banesto,
no sin antes enjuiciar y enviar a presidio al responsable del gigantesco
fraude, Mario Conde, ex presidente de la institución.
Cuando por fin Caldera intervino, la
gente había perdido sus ahorros, el país sufría de una espantosa fuga de
divisas y la fe en el sistema financiero estaba acabada. Pero no hubo ni un
solo detenido. Gustavo Gómez López, ex presidente del Banco Latino, huyó del
país, y sólo enfrentó la inconveniencia
de tener que renovar su pasaporte venezolano ante un consulado dominicano en
Suiza. Hoy Gómez López ha vuelto al país, y, supuestamente, se especializa como
testaferro en la compra de medios para ponerlos al servicio de los carteles del
narcotráfico y el contrabando de extracción.
A través de esta simple operación, que
le tomó menos tiempo que cobrar un cheque por taquilla en alguna de sus
antiguas oficinas, pudo proseguir su vida en entera libertad e impunidad. Es
que, a diferencia de Robin Hood –quien robaba a los ricos para ayudar a los
pobres-, Venezuela ha estado plagada de Hood Robin, que actúan exactamente al
contrario.
El Pacto de Punto Fijo terminó por
colapsar en 1999, merced a la exclusión de los marginales, alejados de todos
los beneficios del capitalismo moderno (asistencia social, salud y educación
pública de calidad y acceso al sistema jurídico). A ellos sólo les tocaban las
sobras que, como a perros hambrientos, les tiraban los inquilinos de
Miraflores. Las cuales resultaron a la larga insuficientes en función a su
distribución y cuantía, pues habían sido percibidas por los beneficiarios como Derechos adquiridos, que debían ir, pero
no fueron, in crescendo; o, al menos,
indexados a la imparable y galopante inflación .
II
Diez años antes del fallido golpe del
4-F, Hugo Chávez fue captado y adoctrinado por la extrema izquierda. Desde
entonces, comenzó a planificar su asalto al poder. Los oficiales superiores
toleraron la evidente conspiración de Chávez y otros comecates, oficiantes de la liturgia del Samán de Güere, para
atemorizar a los presidentes de turno, y conseguirle beneficios extras a su
gremio.
A diferencia de Fidel Castro, Chávez no engañó a nadie. Los biógrafos
y sus discursos revelan, desde un principio, las malas intenciones: más que
comunistas, estalinistas; más que marxistas, fascistas; más que
revolucionarias, populistas.
A Chávez lo tildaron de loco, pero es
indudable que en todo líder carismático hay grandes dosis de megalomanía y
sadomasoquismo.
Dijeron que no había superado el curso
de Estado Mayor, olvidándose de que Betancourt y Pérez tampoco fueron
académicos. Se focalizaron en su mestizaje, como si acá el 90% de los
pobladores no fuesen hijos de las veinte mil leches multiplicadas por tres. En
fin, le subestimaron, lo cual constituyó un error político mortal.
Chávez no fue siquiera creativo al
destruir lo que restaba del puntofijismo. Empleó las mismas estrategias y
tácticas de Rómulo Betancourt, que a Acción Democrática le depararon más de
cuatro décadas de poder real.
Cada vez que aparecía en televisión,
insultaba o amenazaba a alguien en particular. Al día siguiente, los medios, aún
independientes y beligerantes, se colmaban de ofimáticos de oficio,
respondiéndole a Chávez en sus mismos o aún peores términos, con lo cual no
hacían más que servirle de resonadores a sus mensajes.
Durante la infeliz y efímera actuación
de la Descoordinadora Democrática,
caso omiso hicieron sus dirigentes a las recomendaciones de los asesores
estadounidenses, quienes insistían en la indiferencia como la mejor vía para
quebrar la estrategia de Chávez. El
presidente -afirmaban los gringos- es
como el tío Ramón, alguien con quien carga toda familia: manirroto, vulgar,
dicharachero. Responderle su terreno, donde se maneja a la perfección, es
engancharse, caer en un juego que no pueden ganar, pues desconocen las reglas o
porque, sencillamente, no hay reglas…
A diferencia de los Castro, Chávez fue
un cobarde. El 4-F, después de que los oficiales a su mando cumplieron con las
misiones previstas, se quedó a buen resguardo en el Museo Militar, a unos pasos
de Miraflores, y se rindió ante las fuerzas leales al gobierno. El 11-A del
2002, tras haber sido defenestrado por un movimiento cívico militar, cuyo
reinado duró 48 horas, los videos le mostraron como un cachorrito asustado,
pidiéndole quienes le atendían antiácidos y cigarrillos. Escondido bajo la
sotana de Rosalío Cardenal Castillo Lara.
III
La madrugada del 4 de Febrero de 1992
moraba en el quinto sueño, cuando, abruptamente, mi mujer me despertó y me
dijo:
-¡Ahí tienes tu golpe de Estado!
Medio dormido y legañoso me senté a ver
las desvaídas imágenes de Venezolana de Televisión y a escuchar las
declaraciones de Carlos Andrés Pérez y Eduardo Fernández. Lo demás ni vale la
pena recordarlo.
Pero mi esposa estaba equivocada. Ni el
de Pérez fue mi gobierno, ni el de Chávez mi golpe. No voté por Pérez, pero tampoco
por Chávez. Fueron, en mi opinión, las dos caras de una misma moneda. Quienes
llamaron en el pasado inmediato loco a Chávez, llamaban en el olvidado ayer Locovén a Pérez. Ambos fueron elegidos
por el pueblo, con el auxilio de tecnologías electorales de punta: Acta mata voto, Smartmatic mata acta.
Según un viejo eslogan de Cerveza Polar:
El pueblo nunca se equivoca. Es una gran falacia. El pueblo italiano le
dio 5 de los 7 millones de posibles votos a Benito Mussolini en 1924, en la
Península donde surgió la Civilización Occidental. El pueblo alemán eligió
masivamente a Adolf Hitler en 1933, en la nación donde nacieron Juan Sebastián
Bach, Ludwig Van Beethoven y Emmanuel Kant. El pueblo moscovita veló,
multitudinariamente y con infinita pesadumbre, el cadáver de Joseph Stalin en
marzo de 1959, mientras las tropa elite del Ejercito Rojo, convocada para
reprimir una posible insurgencia, se quedaba con las ganas.
Los yerros de los electores venezolanos,
no importa si fueron por omisión o comisión, signaron las victorias comiciales
de Pérez y Chávez. Pérez terminó abandonando el poder con una condena por
peculado, entre las pifias de la multitud. Así también pudiera acabar Maduro, la
mascota de Raúl Castro, vencido por la crisis económica, la escasez y la
violencia que no puede controlar.
Las distinciones entre el castro chavismo
y la llamada IV República no son muchas; una de ellas, el manager escogido. A
Pérez lo asesoró Pedro Tinoco, hasta que enfermara de cáncer y pasara a mejor
vida. Chávez escogió como primer mentor a Luis Miquelena. Después, adoptó a
Fidel Castro, quien, según piensan algunos, aceleró su agonía para trasladar el
poder a su cachorro neogranadino.
Las semejanzas entre Chávez y Pérez fueron
tantas que sólo pasan inadvertidas en Venezuela, sucursal de la desmemoriada
Macondo: la viajadera, la pasión por Fidel, la adopción del capitalismo de
estado como modelo improductivo, la afición por las marchas y trotes -Ese hombre sí camina…-, la atracción por
los países, colores y costumbres del Tercer Mundo, su odio a la metrópoli o
porfirismo; vocablo original de Porfirio Díaz, presidente mexicano, quien no le
construyó una sola obra pública a la capital de su nación, esperando que
feneciera de mengua.
Díaz percibía al DF como una mujer
seductora, malvada, que le chupaba su hombría. Así dejó que se desmoronara,
como le ha pasado a Caracas en los mandatos de Pérez, como ha sucedido con La
Habana y como lo consiguieron los gobiernos de Chávez y Maduro. He ahí el Estado
Vargas, que se ha quedó casi como lo dejó el deslave de 1999, y cuyo único
pecado fuera formar parte del Área Metropolitana hasta la IV República.
Pero hubo una diferencia abismal entre
Pérez, Chávez y Maduro: mientras el primero fue siempre un demócrata, los dos
últimos han sido autócratas.
IV
La Caracas y el país que conocí como
niño, adolescente y joven adulto ya no existen. Una urbe y una nación que se
recorrían a pie, sin temor a ser asesinado por un par de zapatos. La población
de menores recursos se proclamaba Pobre
pero honrada. Pueblo arriba y pueblo
abajo rumbeaban, desprejuiciadamente, en las ferias y otras festividades
cíclicas.
Había siempre espacios abiertos para las discusiones
inteligentes y las ideas hermosas. Nadie se resentía porque alguien tuviese
aspecto de musiú, hablara con acento o mascullara el español. Todo eso se lo
llevó por las astas la revolución maldita, no de un plumazo sino de varios,
como las normas afro racistas propuestas por el ex gobernador de Anzoátegui y
actual Vicepresidente Aristóbulo Istúriz.
Venezuela era entonces el resultado de
un proyecto no escrito, según el cual los padres habían luchado para que sus
hijos viviesen mejor, ¡y lo estaban logrando!
Los planificadores y ejecutores habían
construido con sus propios planes, brazos y recursos, puentes sobre el Apure,
el Orinoco y el Lago de Maracaibo; represas hidroeléctricas en el Caroní y
Santo Domingo; teleféricos en Caracas y Mérida; refinerías y petroquímicas en
Carabobo y Zulia.
Los obreros alcanzaban palmarés mundiales
de productividad en tan industrias modernas y competitivas como las acerías, el
ensamblaje automotriz y la farmacología.
Los ganaderos habían vencido a la fiebre
aftosa, y desarrollado dos razas tropicales de alto rendimiento: Carora y
Perijá.
Los agricultores recogían ajonjolí,
algodón, arroz, duraznos, sorgo y fresas; a la par de los cultivos
tradicionales.
Los médicos habían saneado el medio
ambiente y algunos, como Baruj Benacerraf y Humberto Fernández Morán, logrado
premios científicos tan prestigiosos como el Nobel y el Galinka.
Los militares habían derrotado a la
subversión interna y liquidado al Ejército Cubano en Machurucuto.
La población venezolana crecía todos los
años, no solo demográficamente sino en estatura e inteligencia, gracias a su
integración genética y a una mejor y más sana alimentación.
El gobierno de Raúl Leoni perdía las
elecciones por sólo 20 mil votos y le entregaba el poder al candidato opositor
sin aspavientos. Así era Venezuela… tu
país, ¡un país para querer!
Ese mundo entró en agonía con el populismo de
Carlos Andrés Pérez, en 1974, y terminó de fallecer con el estalinismo de Hugo
Chávez Frías y su sucesor Nicolás Maduro, a partir de 1999. Empero, como afirma
Pedro Ouspensky: Lo importante del pasado
no es lo que fue, sino lo que pudo haber sido. Lo importante del futuro no es
lo que será, sino lo que pudiera ser.
Quienes sobrevivimos y recordamos al
país de ayer, nunca perfecto pero sí mucho más feliz que el de hoy, estamos
obligados a desenredar el sebucán en que es la Venezuela actual.
No se trata de volver a lo malo del
pasado, a la propuesta de Chávez y Maduro, sino de regresar al futuro. No todos
los disidentes poseen en la actualidad el vigor, el valor o la claridad de hace
17 años. Pero, como pasa con la división del trabajo, hay plazas disponibles
que cada quien puede y debe llenar, según su talento y disponibilidad.
Las opciones al lavarse las manos ahora
son subsumir al país en el Mar de la
Felicidad, por veinte, treinta cuarenta años más, o hasta que los tranquilizantes
sean ineficaces para mantener la apariencia de cordura oficialista.
O el destierro, nunca amable ni fácil, y
mucho menos ahora, con una depresión global en marcha. O acabar como una
singular colonia de pingüinos que anida, idore
tempo, en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, y cuyos miembros se tornan en
vigilia para otear constantemente el
horizonte por si logran distinguir la silueta de la Antártica, el hogar que
perdieron para siempre.
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