En el relato que le escribe a Paula, la hija moribunda que yace en coma en la en un hospital madrileño, Isabel Allende afirma: El destierro dispersa a los seres queridos, y después resulta casi imposible volver a reunirlos.
En una entrevista que le hiciéramos a Luis Posada Carriles en el Retén de La Planta, en Caracas, mientras esperaba una sentencia que nunca se dio y planificaba secretamente su fuga, Bambi nos confió: La cárcel no es buena escuela, para nadie.
¿Qué pueden tener en común la sobrina exilada de Salvador Allende y el ex agente de la CIA, acusado de provocar la explosión de un jet de Cubana? Aparentemente, nada; pero en realidad, mucho. Ambos casos ilustran las peores lacras de las dictaduras latinoamericanas: el ostracismo y el calabozo.
En la década de los cuarenta del siglo pasado, el general Isaías Medina Angarita, presidente democrático de Venezuela, decía a viva voz que en su gobierno no había ni un solo preso o exilado político.
Entonces, las cárceles del país estaban reservadas a los delincuentes.
No a todos, sino a los peores, ya que con la Ley de Vagos y Maleantes se enviaba a los malandros menores a veranear a las Colonias Móviles de El Dorado. Después de tan interesante experiencia, bajo un sol de 40 grados, algunos dejaban de ser antisociales y otros reincidían. Como sucede en cualquier otro rincón del mundo.
Bastó y sobró que los milicos –apoyados por Acción Democrática- defenestraran a Medina, para que las mencionadas lacras regresaran a la República, tal como habían existido desde su fundación en 1810.
Este proceso, vejatorio contra los derechos humanos, se intensificó durante el mandato de la Junta de Gobierno que reemplazó a Rómulo Gallegos en 1948, y se intensificó durante el quinquenio del general Marcos Pérez.
A partir del primer período del presidente Rafael Caldera, no hubo más prisioneros ni exiliados políticos, hasta que la casta militar tomó de nuevo el poder, en 1999, gracias a la estupidez del pueblo venezolano, la miopía de su dirigencia política y la conchupancia del capital transnacional financiero y mercantil.
Hoy sobran presos y exilados políticos provenientes de Venezuela. Hay quienes, como Carlos Ortega, reclaman el abandono en el cual le dejaron sus amigos y compañeros de antaño. Hay quienes viven más o menos cómodamente, porque sacaron a tiempo unos cuantos churupos para el exterior.
Pero ninguna fortuna es lo suficientemente grande, a menos que uno se apellide Cisneros o Mendoza, para resistir un largo destierro sin trabajar. Como lo aseguraba el general José Antonio Páez, ganadero acomodado cuando se fue a Nueva York, quien sobrevivió gracias a la ayuda de Cornelio Hellmund, fundador de la empresa que lleva su nombre, así como a los recitales que de cuando en vez daba en el Carnegie Hall: Aquí todo está carísimo. Y, también, como lo viviera en carne propia Aquiles Nazoa.
A estos venezolanos maltratados o de segunda es preciso añadir ahora una nueva categoría: la de los migrantes. La palabra debe ser nueva en español, pues el corrector anterior del Office la rechazaba. Creemos haberla escuchado, por primera vez, a un presidente de México, refiriéndose a sus paisanos que residían ilegalmente al norte del Río Grande.
A diferencia de los chicanos, algunos de los cuales no hablan siquiera español, los migrantes nuestros constituyen la flor y nata de generaciones que Venezuela ha perdido para siempre, pues no bien se adaptan a las realidades de su nuevos entornos, ya el regreso se les pone muy lejos.
Si acaso vuelven –como nos relataba un cubano de los buenos, de los que Fidel Castro llama gusanos- es por deja vú, para recorrer las calles donde crecieron, ir a los lugares donde se enamoraron y bañarse en las playas donde se doraron por primera vez.
Lo peor es que muy pocos comunicadores se solidarizan con estos paisanos. Todavía Indira Rodríguez, cónyuge de Alejandro Peña Esclusa, preso de Fidel Castro, agarra notas en las primeras páginas y ocupa espacios en las interiores.
Pero ya se olvidarán de ella, como pasó con los agentes y comisarios de la PM, condenados por un crimen a quienes todos vivimos cometer por los forajidos del chavismo. Incluso, los jurados que le concedieron el premio Príncipe de Asturias al video que registró los homicidios.
Los exiliados apenas merecen algunas líneas, sobre todo en esos días caliches donde no pasa nada: no se cae la Autopista Caracas-La Guaria, no hay una decena de muertos en un ajuste de cuentas, no se descubre otra bribonería entre los corruptos boliburgueses.
Y de los migrantes, nadie habla. Aunque se trata de un fenómeno insólito, que sólo se produjo durante la Independencia, donde los simpatizantes de la Corona Española liaron sus bártulos y tomaron las de Villadiego.
Es por eso que la dirigencia opositora –no es posible llamarla liderazgo- debe reenfocar su objetivo. No se trata de elegir a una nueva Asamblea, lo que debemos hacer es ir por el Guasón.
Hay que olvidarse de las bolserías que los políticos y opinantes de oficio declaran a diario, y concentrarse en planteamiento de personas inteligentísimas como Ramón Piñango –ex Director del IESA-, Colette Capriles –columnista de El Nacional- y Eduardo Casanova –famado novelista y dramaturgo-.
Los tres concuerdan, en sus artículos de ayer, que el Guasón está como María Antonia, loco de remate, ya que escribe con una escoba y barre con un Paper Mate. Que el desorden ya pasó la raya amarilla, y lo próximo es el caos. Que la ira florece por doquier, y que, sin una adecuada conducción, puede llevarnos quién sabe a dónde.
Mientras tanto, seguiremos cosechando presos por delitos de opinión, exilados políticos y migrantes en busca de un futuro cualquiera. Que aquí pareciera no haberlo.
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