martes, 3 de noviembre de 2020

Las ratas y el coronavirus


Luis García–Planchart


El año infausto de las ratas


Comienza octubre del 2020, año infausto en el cual tres factores se han combinado para pervertir a la Humanidad: un virus pandémico, más que probablemente fabricado por China, para completar su dominación mundial –como lo afirma, entre otros, el ex jefe del contraespionaje alemán Gerhard Schindler (“La Razón”, España, 28-10-2020) –; el afán protagónico de quienes pretenden combatir la infección, y creen que se las están comiendo al poner práctica con cuarentenas como se hicieron contra la Peste Bubónica en Europa entre 1347 y 1353, personajes torvos que, además de haberse convertido en verdaderas “ratas mediáticas”, compiten por espacios que nunca fueron suyos propagando el pánico globalizado; así como el desmantelamiento de la economía global, conforme lo anticipado y promovido por “el poder detrás del poder” (George Soros, “El sistema capitalista global”, herzog.economia.unam.mx/profesores/eliezer/soros.pdf).

En total, tenemos tres ratas, dos más que las que contaminaban a la gente con sus pulgas infectadas en la Edad Media: las chinas y sus aliadas de la Organización Mundial de la Salud, las protagónicas y las económicas.


Es Bogotá, de madrugada


Mientras en Miami quienes carecen de aire climatizado se achicharran con 39 grados, en Bogotá el termómetro marca 6 grados. Lo cual nos retrae a la razón tuvo Simón Bolívar al establecer como capital de la Gran Colombia a Bogotá, y no en cualquier otra población de tierra caliente.


En la habitación de la modesta vivienda que ocupan, al norte de la capital y a 7 cuadras de la autopista más septentrional de la ciudad, dos chicas preparan sus valijas para regresar a Venezuela. Ambas son profesionales universitarias, y han ocupado cargos para los cuales estaban subestimadas, subvaluadas, y subpagadas, pero lo hicieron sin chistar… hasta que el coronavirus se les metió en el bolsillo.


Tras casi 3 años en el país vecino, decidieron que ya era suficiente, y que  resultaba preferible pasar trabajo en el terruño propio que en el ajeno. Al menos, allá no tendrían que pagar techo ni servicios, como les pasaba acá, donde todo lo que producían haciendo y vendiendo comida callejera se les iba en esos gastos.


Despedirse a la llanera no les fue fácil


Dejaban amistades que quién sabe cuándo o si volverían a ver, bienes como sus inseparables bicicletas –las cuales no sólo les sirvieron para mantenerse en forma, sino para acarrear sus arepas rellenas y bebidas desde su hogar hasta el punto de ventas–. Pero, sobre todos, dejaron sus sueños, aquéllos que intentaron concretar para vivir mejor, y que les funcionaron hasta que el covid/19 se los arrebató de un golpe inmerecido, junto con a sus trabajos y prestaciones laborales.


Al mediodía agarran sus macundales, y se trasladaron a la terminal de autobuses.

La única línea que no leds puso peros al número de maletas o a su nacionalidad fue la que más se tarda en llegar a Cúcuta, la que recorre la vía tortuosa para hacerlo.

Tras 12 horas por una carretera parecida a nuestra Trasandina –y, probablemente, construida en su misma época, hace casi un siglo–, arribaron a una posada y pasaron un par de noches descansando, sin presagiar que lo peor de su jornada estaría por comenzar.


Más tarde, pasaron 24 horas en un refugio del lado colombiano, donde les volvieron a hacer las pruebas para saber si estaban o no infectadas, aunque ya se las habían hecho antes de subir al autobús en Bogotá. Allí les entregaron sendos kits contentivos de artículos de higiene y cuidado personal.


Hoy iba a ser su presunto gran día 


Al final del Puente Santander, en Ureña y ya en Venezuela, las esperaba la Guardia Nacional. Tras chequearles su documentación, las pusieron en fila con otros migrantes, a pleno sol del Valle de Cúcuta, y el oficial a cargo del pelotón les dijo, groseramente:

¬––Quédense ahí, pa’qué reflexionen…

¿Pa’qué reflexionen qué, grandísimo hijo de puta?

 ¿Qué irse fue un error? ¿Qué regresar ja sido una cagada aún peor?

En los siguientes días, mis amigas y sus compañeros de infortunio padecieron quemaduras solares, porque sus pieles –habituadas a los páramos–, no estaban acostumbradas al Sol de 40º de la lengüeta venezolana insertada en el valle e Cúcuta, y cuya frontera la delinea el río Táchira.


¿Un colegio bolivariano o un campo de concentración?



Pá lo que quedó el Colegio Bolivariano La Frontera

A pocas cuadras del puente, un inacabado grupo escolar se yergue como otro de los monumentos a la incompetencia y la corrupción castrochavistas. Se trata del “Colegio Bolivariano La Frontera”, que el narcorégimen mandó a construir para evitar que los escolares ureñenses se vieran forzados a recorrer largas distancias al día para asistir a sus clases de Primaria. En realidad, no lo hacían tanto por la educación cuanto por los dos golpes de comida que la Constitución Chavista garantiza, pero no da; y la Constitución Colombiana no garantiza, pero sí da.


Las aulas fueron convertidas en dormitorios, con colchonetas de paja como camas. Los aguamaniles carecen de bajantes, y el agua forma un pozo que sirve de hábitat para la procreación y multiplicación exponencial de la aedes egypty, variedad de zancudos que transmite los virus del dengue, la chikungunya, la Zika, la Mayaro y la fiebre amarilla. De manera que los migrantes que se hayan salvado del coronavirus puede que pesquen alguna de estas fiebres en el lago revuelto de inmundicias del mingitorio escolar. De nada vale que algunos de los recluidas se ofrezcan a pagar e instalar las partes para reparar lo s baños; la respuesta del encargado de logística es un rotundo “no”.


Pruebas sin resultados, “rancho” infame por comida


A los recién llegados les aplican, por tercera vez, las dobles pruebas que les habían hecho en Colombia. Aunque les aseguran resultados en 24 horas, ello no ocurre. El confinamiento dura en total 16 días. A finales de la primera semana, se llevan a los “sospechosos” de estar contagiados nadie sabe para dónde; después de leerle a los limpios de paja y polvo sus “sentencias absolutorias”. 


Mis amigas consiguen, a través de un apoyo exterior, que les traigan comida; pues lo que le llevan es incomible. Pagado, claro está, pero para ellas son bendiciones, como las que otorgaba la Cruz Roja en los conflictos del Siglo XX a los prisioneros de guerra.


La limpieza del lugar, hasta donde ello es posible, está a cargo de los recluidos, pues ni los milicianos ni el personal de apoyo mueven un dedo en tal sentido.


De nuevo la libertad para morirse de hambre


Veinte días después de haber partido, un autobús atestado de gente y maletas parte de Ureña hacia los Llanos Occidentales. El preaviso fue mínimo, unas horas antes les dijeron; 


––Recojan sus vainas, que en cualquier momento nos vamos.


Atrás se quedan los que van más lejos, al Oriente y Sur del país, que, supuestamente, serán transportados por la vía aérea a sus destinos. Llegan a casa después de las 2 de la madrugada, en una experiencia cuya moraleja carece de sentido, y contraría todas las disposiciones constitucionales al respecto.


Cuando hice el primer comentario en las redes sociales sobre el caso, hubo una seguidora que se negó a creer lo que había escrito, y me dijo que: “Eso es mentira, hubo alguien que vino hace poco, y no tuvo problemas”. Bueno, le faltó decir que con qué gorra viajaba su acompañante. A otra, le recomendé que regresara por Maicao, porque a los guajiros que transportan repatriados los respetan todos los cobradores de peaje: los elenos, los faracos, los milicianos y la Guardia Nacional.


Entiendo que frente a la reciente muerte por hambre de los hermanos Casanova, el drama de mis amigas pueda parecer minúsculo. Pero aquella y éste son parte del mismo contexto donde las ratas se han apoderado de éste y otros países para sumirlos en la miseria más absoluta, en medio de la desinformación más completa y con la ausencia total de liderazgo político.