miércoles, 21 de abril de 2010

¿Quién le pone el cascabel al gato?

Según Rafael Arraíz Lucca, individuo de número de la Academia de la Lengua,ensayista y columnista de El Nacional, si Fernando VII no hubiese reaccionado militarmente al pronunciamiento del Cabildo de Caracas del 19 de Abril de 1810, otro gallo cantaría. Esta idea la completa Claudio Nazoa, medio en serio y medio en broma, asegurando que Venezuela sería hoy la más próspera comunidad autónoma de España, Zapatero su Premier y Juan Carlos II su soberano.
Es que lo sucedido hace 200 años en Argentina y Venezuela, pese a opiniones en contrario de la Kirchner y el Guasón, no fueron declaraciones contra el imperialismo hispano, ni siquiera manifestaciones de los criollos contra el yugo colonial, sino actos en favor de los reyes legítimos, secuestrados y retenidos en tierras galas por Napoleón Bonaparte, y el nombramiento espurio de José Bonaparte como monarca.
¡Mueran los gachupines!
Por eso tampoco cabe definir al 19-A, como lo hace algún periodista desinformado, como un grito de Independencia. El único grito que puede ser adjetivado así es el del cura Miguel Hidalgo y Costilla, el 18 de setiembre de 1810, quien, además de hablarle duro y recio a los fieles de la iglesia de Dolores, camino de Guanajuato, acompañó su homilía con repiques de campana. En el primer borrador, Hidalgo mentaba en buenos términos a Fernando VII y se refería al mal gobierno. El texto final quedó de esta manera: ¡Mueran los gachupines (mexicanismo que significa españoles)! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Viva México!
El pedo en Iberia lo desató el infame Primer Ministro y fornicador real –decían las malas lenguas- Manuel Godoy, quien acordó una servidumbre de paso al ejercito francés para derrocar al Rey de Portugal, al que le profesaba particular inquina. Pero los franchutes fueron derrotados por una alianza estratégica anglo-lusitana, y para no desperdiciar la vuelta del boleto de round-trip, decidieron apropiarse de España.
Fue, precisamente, la chispa que produjo los sucesos del 19-A y el 25-A en Sudamérica. El separatismo comenzaría después. En Venezuela, el 5 de julio de 181, con el Acta redactada por Juan Germán Roscio y firmada por 7 provincias. En Argentina, el 31 de Enero de 1813, con la Asamblea Constituyente, la ilegalización del Tribunal del Santo Oficio y la exclusión del nombre del Rey en toda la documentación oficial.
Fernando El Obtuso
En el ínterin, el pueblo español derrotó heroicamente a las tropas napoleónicas, y le devolvió el trono a Fernando VII, su heredero legítimo. Sin embargo, aquel Borbón, a quien llamaremos de ahora en lo adelante y para los fines del presente escrito El Obtuso, desestimó el rol protagónico de la sociedad civil en la victoria –que fue el inicio del barranco de Napoleón-, desaprovechó la oportunidad para modernizar el país y volvió las andadas, convocando nuevamente a la retrógrada y sádica Inquisición para meter en cintura a sus paisanos de Europa y el Nuevo Mundo.
Un lujo que no podían permitirse Francisco de Miranda, José de San Martín, Simón Bolívar, Antonio José de Sucre ni la mayoría de los oficiales de escuela, pues eran militantes de la Logia Secreta de Lautaro, y los parrilleros del Santo Oficio consideraban como sus archienemigos a los masones.
¡Vamos por ellos! –debieron inferir atinadamente nuestros próceres. Por lo cual, al carecer de mejores opciones, decidieron dejarse de pendejadas y proceder en consecuencia.
El menos común de los sentidos del 19-A

Este es, a nuestro juicio, el verdadero sentido del 19-A, y la razón por la cual pocos venezolanos entienden lo que realmente aconteció en esa fecha y mucho menos ahora, pues los glorificadores del pasado se han dedicado a recubrirlo de una pompa y circunstancia que jamás tuvo, y los desvirtuadores del presente intentan hallar en sus hechos precursores de un marxismo-leninismo que sólo cabe en la mente alucinada de un atorrante como el Guasón.
En efecto, ninguno de los héroes de entonces planificaba liberar a sus afroamericanos, repartir sus haciendas entre el movimiento indigenista para que plantara topochos, pactar con los terroristas islamistas ni brindarle e la soberanía a unos gallego-descendientes que moraban en Cuba.
Que después se fajaran como unos machos, no hay la menor duda y es algo que los enaltece, pues en México, que arrancó a la par, la historia se redactó de manera diferente, y allí resalta más la ominosa figura del general Antonio de Santa Ana, un antihéroe que le entregó 2/3 del territorio azteca a los yanquis por avaricia, gula, cobardía, lujuria y mal desempeño castrense, que el de cualquiera de sus sucesores a quienes les ha tocado siglos recomponer el rompecabezas mexicano. Un pésimo ejemplo, el de Santiana, que debe ser tenido en cuenta, pues, como asevera Rubén Darío, somos cachorros del León Español, y –añadimos nosotros- algunos integrantes de la camada vienen al mundo con taras genéticas, visibles e invisibles.
Las guerras civiles del siglo XIX
San Martín peleó contra los franceses, los españoles y algunos social-confusos que se equivocaron de bando. A Bolívar le tocó una guerra civil –de esas con las que sueña el Guasón- hasta 1815, año en el cual desembarcó en Carúpano la expedición pacificadora del general Pablo Morillo, a quien El Obtuso le exigió acabar con el bochinche en Venezuela y el hermano Virreinato de la Nueva Granada.
Hasta ese momento, había una especie de empate entre los partidarios de El Obtuso y los partidarios de la emancipación en Venezuela. Pero bastó que la planta insolente del extranjero hollara el sagrado suelo patrio para que a José Antonio Páez se le revolviera el joropo y se cuadrara con el mantuano de Caracas.
El timón viró en ese instante 180º, y el viento se pusiera a favor de los insurrectos, pese a la arrechera que el Guasón le depara a Páez, porque era catire, seductor, aprendió a tocar piano agarrado de las manos de Barbarita Nieves –su oligarca y cultísima compañera de vida-, hablaba inglés de manera fluida, cantó en el Carnegie Hall y gerenció exitosamente la sucursal una de las primeras trasnacionales ubicada en Argentina.
Además, porque la Ceiba que plantó Páez en Buenos Aires todavía se yergue en su exuberante hermosura, mientras que el pobre Samán de Güere se empavó y se le secaron sus tres raíces, pese al solícito amor que debió haberle suministrado el empírico agrónomo y zootécnico Elías Jaua, ex Ministro de Tierra –o más bien tierrúo-, hoy Vicepresidente de la República.
Las obligaciones constitucionales militares
Todo lo cual nos lleva a recordar el rol que les asigna la Constitución a los militares en países y momentos extraordinarios como los que vivimos, y la obligación que tienen de actuar para preservar no sólo el articulado de la Carta Magna sino el implícito espíritu del legislador, como la tenemos todos los ciudadanos, pero ellos aún más porque cobran por hacerlo.
En Venezuela hubo militares malos, en Argentina, malísimos, sobre todo en fechas recientes. Como Juan Domingo Perón, que no sólo acabó con la posibilidad que Argentina se convirtiera en el sub-imperialismo americano –ganándole anticipadamente la partida al Brasil de Lula-, y sus compañeros de posteriores promociones, que perdieron la Guerra de las Malvinas y torturaron y desaparecieron y a cuanto hombre y mujer -sin discriminaciones de género- se les opusiera. Con el visto bueno del State Departament y la mirada para atrás de Fidel Castro en la época de la Legión Cóndor.
Pero también los hubo buenos, acá y allá. Como Domingo Faustino Sarmiento, a quien dedicamos un blog hace poco. O Isaías Medina Angarita, que no tuvo un solo preso político durante su gobierno, acabó con las endemias tropicales, comenzó a urbanizar a Venezuela y logró el 50/50% del ingreso petrolero. Y hasta el mismo Marcos de Jesús Pérez Jiménez –al que combatimos personalmente cuando liceístas con piedras y bombas Molotov-, pero que, pese a majar a palos a los adecos y comunistas de la resistencia, fue nacionalista al 100% y construyó obras las cuales aún, pese al abandono oficial, son emblemáticas, perduran y están a la vista.
Nos rehusamos a creer que algo de este buen espíritu castrense haya desaparecido filogenéticamente del ADN militar venezolano. De esos compatriotas a quienes ahora se les embute en uniformes color pupú –o, peor aún, rojo rojito-, con doble abotonadura estilo soviético.
Resulta inconcebible que miren con indiferencia como los mayores beneficiarios de la chequera que camina por América Latina se solacen con la indignidad cometida contra los aborígenes en el desfile de Los Próceres, vestidos con guayucos rojos y bailando al son de una banda que parece extraída del peor espagueti western. O con Diablos Danzantes, que más que diablos parecían babalaos –sólo faltaban los tabacos y gallos decapitados para completar la parodia-.
Queremos que entienda esta crónica no como un pronunciamiento, sino como un llamado a la recapacitación y reflexión –dentro de la Constitución, por supuesto, nada fuera de ella- de quienes pudieran iniciar el proceso que nos lleve a la segunda Independencia de Venezuela, cuya soberanía reside hoy en La Habana. De repente, bastaría con algo así como otro Grito de Dolores, una homilía y un tañer de campanas. El problema es, ¿quién le pone el cascabel al gato?

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