viernes, 14 de diciembre de 2018


El hombre que amaba a los perros




Tuve el privilegio, en medio de esta pavorosa sequía intelectual a la cual nos condenó esa ignorancia galopante mal llamada Revolución Bolivariana, agravada hoy por la desaparición de la impresión en físico del diario “El Nacional”, de leer la sorprendente novela histórica “El hombre que amaba a los perros”, publicada por el escritor cubano Leonardo Padura.
La obra relata los días más obscuros del político Lev Davidovich Bronstein, alias Lyev o León Trotsky, uno de los organizadores claves de la Revolución de Octubre que permitió a los bolcheviques a asaltar el poder en Rusia, en noviembre de 1917.
Trotsky fue Comisario de Asuntos Militares durante la contienda interna subsiguiente, y negociador para la retirada rusa y la firma del pacto de paz en Brest– Litovsk que oficializó el cese de la participación de su país en la I Guerra Mundial.
Tras la muerte de Vladimir Lenin, Trotsky se enfrentó a Joseph Stalin, el psicópata georgiano que lideró el comunismo regional y local desde 1918 hasta su fallecimiento, en 1953. Su disidencia le causó, en primer término, su internación en un gulag de Siberia; después, su expatriación a Turquía, Europa y México; finalmente, su asesinato a manos del sicario español Ramón Mercader.

Tres vidas en paralelo



La trama de la novela de Padura entreteje tres vidas en paralelo: Lo que (debe suponerse) es una biografía del propio autor, desarrollada en el entorno de la Cuba castro­–comunista; la conversión del combatiente republicano Mercader en un despiadado y letal agente de la NKVD, entrenado con el único propósito de liquidar al exiliado Trotsky; la larga agonía de Trotsky en un proceso donde va perdiendo patria,  seguidores, familiares y hasta su propia imagen pública.
Si bien es cierto que la descomunal campaña de desprestigio incoada por Stalin contra su ex camarada tuvo como efecto crear gran confusión sobre el sentido y vigencia del pensamiento trotskista en Rusia, no es menos cierto que la influencia del expatriado fructificó y se desarrolló, para bien o para mal, en partidos socialdemócratas del Siglo XX, como Acción Democrática, creado por Rómulo Betancourt en Venezuela, y APRA, por Víctor Raúl Haya de la Torre, en Perú.

Trotsky en México



Padura revela los amoríos entre Trotsky y Frida Kahlo, esposa de Diego Rivera, quien le brindó acogida al establecerse en Ciudad de México. En esas pequeñas historias dentro de una grande, pone de manifiesto la típica infidelidad que existía entre los artistas e intelectuales comunistas, que confundían (quizás adrede) “amor libre” con promiscuidad. Lo más triste en estas relaciones clandestinas es que, en ellas, nunca figuran expresiones como afecto, amor, pasión; sólo la satisfacción de las necesidades fisiológicas básicas de los protagonistas, como si en el sexo no hubiera otra cosa que la base dela pirámide de Maslow.
También en el escrito de Padura se evidencia la perversión de otro de los grandes muralistas de su tiempo, David Alfaro Siqueiros, quien dirigió el primer atentado fallido contra Trotsky, por órdenes del Stalin y el Partido Comunista Mexicano.

La mentira y el fracaso históricos del socialismo

Pero lo más interesante del libro son, a mi juicio, las afirmaciones de su autor sobre la absoluta y terrible mentira y fracaso que ha sido, es y será el socialismo, desde su versión estalinista hasta las actualidades versiones de Cuba, Bolivia, Nicaragua, Norcorea y Venezuela. Aunque es muy difícil sintetizar 535 páginas en pocas frases, escritas por el propio Padura:
“Lo cierto era que leyendo y escribiendo sobre cómo se había pervertido la mayor utopía que alguna vez los hombres tuvieron al alcance de sus manos, zambulléndome en las catacumbas de una historia que más parecía un castigo divino que obra de hombres borrachos de poder, ansias de control y pretensiones de trascendencia histórica, había aprendido que la verdadera grandeza humana está en la práctica de la bondad sin condiciones, en la capacidad de dar a los que nada tienen, pero no lo que nos sobra, sino una parte de lo poco que tenemos. Dar hasta que duela, y no hacer política ni pretender preeminencias con ese acto, y mucho menos practicar la engañosa filosofía de obligar a los demás a que acepten nuestros conceptos del bien y de la verdad porque (creemos) son los únicos posibles y porque, además, deben estarnos agradecidos por lo que les dimos, aun cuando ellos no lo pidieran. Y aunque sabía que mi cosmogonía resultaba del todo impracticable (¿y qué carajo hacemos con la economía, el dinero, la propiedad, para que todo esto funcione?, ¿y qué coño con los espíritus predestinados y los hijos de puta de nacimiento?), me satisfacía pensar que tal vez algún día el ser humano por cultivar esta filosofía, que me parecía tan elemental, sin sufrir los de lores de un parto ni los traumas de la obligatoriedad: por pura y libre elección, por necesidad ética de ser solidarios y democráticos. Paja mentales mías (...)
Todo se precipitó una tarde del verano de 1994, justo cuando tocábamos fondo y parecía que a la crisis solo le faltaba masticarnos par de veces más para tragarnos. No resultó fácil, pero ese día saqué Dany del pozo de la desidia y nos fuimos hasta Cojímar en nuestras bicicletas, dispuestos a presenciar el espectáculo del momento, lo nunca visto: la salida masiva, en las embarcaciones menos imaginables y la luz del día, de cientos, miles de hombres, mujeres y niños que aprovechaban la apertura de fronteras decretada por el gobierno para lanzarse al mar en cualquier objeto flotante, cargando con su desesperación, su cansancio y su hambre, en busca de otros horizontes”[1].




[1] Leonardo Padura: “El hombre que amaba a los perros”, P. 403–404, Tusquets Editores, Caracas 2014

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