lunes, 12 de noviembre de 2018


El tren que no quiero tomar

“A cagar bajé del tren,
más el tren partió sin mí.
Como cagar, cagué bien
Pero, coño, ¡me jodí!”

Cuarteta escrita sobre la pared de un mingitorio,
en la Estación de San Luis Potosí, México, y
publicada en “Picardía Mexicana” de A. Jiménez.


Hay un mito, ampliamente extendido, sobre que los trenes pasan sólo una vez en la vida, lo cual se traduce como alguna oportunidad perdida para uno, la que, vista retroactivamente, nos deja el recuerdo amargo por un camino que pudo haber sido supuestamente maravilloso.
Se trataba de un tren presuntamente cargado de esperanzas, de progreso, y, el no haberlo abordado,  causaba muchos de los infortunios y desgracias a futuro.
Esta creencia sólo demuestra la irracionalidad extrema con que nos educaron, irracionalidad que nos  ocasionaba estrés, empujándonos a pararnos como buitres carroñeros, pendientes de las oportunidades que corrían por las ferrovías a la velocidad de cualquier Ave española, y que, en caso de  estar ausentes cuando el vagón abría sus puertas y entrar a él, daban como resultado impretermitible el castigo de un ser superior, invisible, pero siempre dispuesto a darnos una zancadilla.
En la vida real no hay un solo tren o una gran oportunidad, sino una sucesión de trenes, que corren en diferentes fechas y horarios, con numerosísimas estaciones donde podemos tomar los que nos gusten más o disgusten menos. Depende de nuestras decisiones los resultados, positivos o negativos, que se deriven, no del diablo... o Dios.
Lo digo porque fui uno de quienes creyó, por años, en el mito del chachachá del tren. Sobre todo, referido a la política, actividad colateral a la cual dediqué un número incontable de esfuerzos y dineros perdidos, en el supuesto de que, actuando así, le hacía bien a mi persona, a mi familia, a mi país y a la humanidad. Una estupidez crasa, por supuesto, pero que me tocó décadas entender.
Hoy no me interesa para nada dicho tren, ni me acercaría siquiera a un kilómetro de distancia a la estación donde se para.
La política es, por decirlo de alguna forma elegante, una droga, profundamente adictiva, que obnubila el entendimiento de sus practicantes, y sólo les sirve a quienes se valen cínicamente de ella para llegar al poder y satisfacer sus inconfesables apetencias; los mentirosos, charlatanes, chismosos; aquellos que están hechos a la medida para ocupar la nomenclatura y la periferia de los regímenes que hemos sufrido los venezolanos hasta hoy.
Además, confieso públicamente, que me cansé de andar como Diógenes, con un candil en la mano, buscando honestidad, transparencia, bondad, entre mis semejantes; cuando único detectado en más de 77 años esta pesquisas, , han sido bocas y traseros inmundos.
Lo mejor de la humanidad me ha llegado sin buscarlo, sin darme cuenta. De gente que no conocía, no justipreciaba, a quienes nada les debía, y viceversa. Pero todos ellos llegaron a mí en los momentos críticos, cuando más necesitaba su apoyo.
Este puñado de personas tiene un denominador, que es independiente de su origen, sexo, nivel cultural o grupo socioeconómico. Ha sido todos  “buena gente". 
La buena gente me ha hecho feliz, y la gran infelicidad se la debo a los hijos de puta con quienes me vinculé. Amigo seguidor, le recomiendo renunciar a los malos, y quedarse con los buenos...


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