sábado, 10 de octubre de 2009

El oro negro y el oro blanco.

Entre 1982 y 1994, Pablo Escobar Gaviria se convirtió en el zar de la cocaína, amasó una fortuna estimada en más de 10 millardos de dólares, fue electo congresista suplente, asistió como invitado oficial a la toma de posesión de Felipe González en España, ordenó la muerte de más de 4 mil personas y el homicidio del candidato presidencial Luis Carlos Galán.
Durante este desgraciado período, Colombia, en su conjunto, registraba los vaivenes del narcotráfico según las alzas y bajas de la moneda nacional. Si alijos importantes llegaban a sus destinos, coronaban, esto es, el peso se cotizaba mejor frente al dólar. En caso contrario, bajaba en valor al cambio.
La droga había creado una perversa prosperidad, cotidiana y volátil. Los símbolos exteriores de esta riqueza mal habida eran evidentes, desde los carrazos de los involucrados en el comercio vil, hasta propiedades urbanas y vacacionales, cuyos nuevos dueños no habrían podido adquirir antes ni siquiera las chozas donde muchos de ellos habían nacido. La guinda del cóctel la constituía un zoológico de animales exóticos, ubicado en la finca de Escobar Gaviria, a pocos kilómetros de Medellín.
Los gobiernos presididos por Belisario Betancour, y Virgilio Barco fueron, indudablemente, cómplices o colaboradores de la línea de producción y exportación de la coca, pues las taquillas del Banco de Colombia cambiaban libremente los dólares sin restricciones y sin averiguar su procedencia.
Fue la administración de César Gaviria quien resistió el hostigamiento del capo, logró apresarlo por primera vez y, tras su fuga y enconche, le ajustició el 2 de diciembre de 1993.
De esos tiempos, no tan remotos para olvidarlos, sólo quedan malos sabores en Colombia. Contra viento y marea, don Álvaro Uribe Vélez, se las jugó por la ética, dedicándose a combatir el mal en sus raíces más profundas. Que no eran únicamente los forajidos de Escobar Gaviria, sino los autoproclamados apóstoles de la guerrilla castrocomunista, los chicos buenos de las Farc y el ELN, controladores de todas las zonas de producción y refinación cocaleras, y de dos tercios del territorio nacional.
Al asumir la primera magistratura, Uribe Vélez fue recibido a morterazos –cuyos impactos aún podían verse hace un par de años en el Palacio de Nariño-, la narcoguerrilla se había apoderado de las aldeas y caseríos situadas a sólo 4 kilómetros del cerro de Monserrate de Bogotá, los gamines o niños de la calle constituían la materia prima para la formación de los sicariatos de los carteles y las bandas armadas de Tirofijo Marulanda. Los jóvenes colombianos emigraban por millares, a cualquier rincón del mundo donde sus pasaportes recibieran visas.
Hoy la situación ha cambiado. Colombia intenta ser un país decente y bien acogido por la comunidad internacional de inversionistas, tras un esfuerzo poco comprendido afuera y descalificado por los líderes de gobiernos que aspiran heredar los roles protagónicos de los malhechores como Escobar Gaviria y Marulanda. Por eso, consideramos estúpida la prevención con que tratan algunos desafortunados articulistas la posibilidad de una tercera reelección del paisa. Si fuéramos colombianos, votaríamos por él y le ayudaríamos hasta que terminara con la lacra que tanto dolor y miseria trajo a su espléndida república.
Entre los apologistas del reinado del mal que una vez se enseñoreó en el vecino país, se encuentran políticos y boliburgueses del actual régimen chavista venezolano. Los primeros, porque aún creen que los estupefacientes sólo afectan a las naciones centrales y no a las periféricas, y que su efecto ayuda a desmoralizar a los enemigos imperiales. Los segundos, porque quieren hacer dinero, en el menor tiempo posible y sin ninguna consideración sobre los colaterales de sus acciones de pillería.
Las estrategias y patrones de unos y otros son similares, aunque mejorados, de las empleadas en Colombia durante la época del binomio de oro Escobar Gaviria-Marulanda.
Si como venezolano usted posee algo que los chavistas ambicionen –como cuando algún colombiano de fin de siglo tenía algo que los narcoguerrilleros apetecían-, se lo roban a la fuerza o intentan comprárselo a precio vil. No importan las características del bien ni el uso al cual estaba originalmente destinado. El objeto susceptible del arrebatón puede ser de cualquier índole: una finca ganadera súper productiva –para hacerla súper improductiva-, un apartamento de playa –para invadirlo con compañeritos de la base-, una televisora independiente de alta sintonía –para convertirla en emisora apologética del líder máximo que nadie ve-, un instituto educacional eficaz –para transformarlo en escuela de burros, sin techos, sanitarios ni comedor escolar- unos ahorros que depositario cree a salvo hasta que le clonan su tarjeta –por la simple codicia y para repartir los peajes entre las autoridades que protegen el crimen organizado y los compiladores de data-.
Tampoco era diferente el modelo colombiano de disfrazarse como policías y soldados al atracar condominios –modalidad ahora en boga en la urbanizaciones de Caracas- y secuestrar de manera ortodoxa o exprés a ciudadanos cuyo único delito fue alcanzar una prosperidad que la marginalidad imperante envidia, desde que el Presidente afirmó que si él fuera pobre saldría a robar para alimentar a sus hijos.
Un acucioso y brillante investigador venezolano, saca cuentas que no le cuadran sobre la realidad petrolera venezolana- Sus cifras no cubren la boloña de dólares que manejan los mercados cambiarios oficiales y oficiosos. Según él, el descuadre viene del aporte creciente del narcolavado a la economía venezolana, pues la producción y los precios petroleros se mantienes estáticos o en franco descenso.
Hete aquí que, sin querer queriendo, de repente nos hemos sumergido en una inmunda cloaca de la cual Uribe Vélez está sacando a Colombia. Y, a corto plazo, seremos considerados no como un país cuya riqueza se debe al oro negro, sino al oro blanco.

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