martes, 6 de octubre de 2009

La simbología del araguaney, la orquídea y el turpial.

Anduvimos el fin de semana en Acarigua, dictando seminarios de mejoramiento profesional. Años que no viajábamos a esa población interiorana, y mucho menos por carretera, por lo cual la oportunidad sirvió para observar a su gente y al entorno.
La primera diferencia que salta a la vista es en comparación con otra población llanera, San Carlos. Ambas se encuentran cercanas, han padecido gobiernos chavistas desde 1999 y están sometidas a la influencia de dos metrópolis que les quedan a tiro de china, Barquisimeto y Valencia, respectivamente. Ambas sufren de altas temperaturas y de todos los desmanes con que el régimen distingue cotidianamente a los ciudadanos de la República Bolivariana de Venezuela: invasiones urbanas, expropiaciones prediales, hampa desatada, frecuentes cortes de agua y luz, entre otros males mayores y menores.
Aunque Acarigua y San Carlos viven de la agricultura y la cría, la situación de los dos hábitat es absolutamente diferente. San Carlos continúa en la misma condición en la cual la dejamos hace cuatro décadas. No hay hoteles donde valga la pena pernoctar, ni franquicias de comida rápida, ni comercios más avanzados que las quincallas. Si alguien quiere ir al cine, adquirir un libro, vestirse con una buena camisa, no le queda otro remedio que trasladarse a Valencia, por la misma carretera que existía hace 40 años.
Acarigua, sin embargo, pese a tener una mejor y más rápida conexión vial con Barquisimeto, es totalmente distinta. No se entrega, no se resigna y no deja de esforzarse en hacer de su ciudad y medio ambiente mucho más que Tombstone, Arizona, el pueblo que se negó a morir.
La diferencia está en el espíritu de la gente, que por lo demás es muy similar, ya que ni los portugueseños ni los cojedeños son extraterrestres. En Acarigua hay, por lo menos, tres hoteles excelentes, bien provistos y mejor servidos; tres centros comerciales que nada tienen que envidiarle a los de Caracas; restaurantes, discotecas, bancos… al lado de los silos, las concesionarias y talleres de maquinaria agrícola y los proveedores de semillas, fertilizantes e insecticidas. En fin, todo lo que conocemos como civilización.
En Acarigua la gente no se quiere ir, ¿para dónde?, nos preguntan. Un ingeniero, expulsado de Pdvsa después de la zafra maldita del 2003, ha rehecho allí su vida como panadero. Una pareja de jóvenes emprendedores levanta a sus dos hijos haciendo esos helados artesanales que antes saboreaban los caraqueños en Macuto, pero que sólo pueden conseguirse en Italia. Dos gerentes hoteleros nos comentan el orgullo que sienten por la pulcritud que mantienen en su establecimiento y la variedad y calidad de su room-service. Y la inquietud es cómo mejorar la calidad de estos servicios.
Los denominadores comunes en Acarigua son la sed del conocimiento y el afán de innovar y construir, presentes en todos los estratos, edades y manifestaciones. A la política la miran de reojo, no porque no les importe, sino porque guardan sus energías ante los cambios inevitables que habrán de sobrevenir.
Al régimen lo ven como una maldición, pero pasajera. Al fin y al cabo, el llanero está acostumbrado a sobrevivir y proyectarse sobre las mayores penurias: sequías, inundaciones, endemias, abigeatos. Es una forma simple, pero efectiva, de entender e internalizar las leyes de la selección natural: quedan los más listos, los más porfiados, los mejores. Mueren los más ignorantes, los menos voluntariosos, los peores.
A nuestro regreso –al igual que durante la ida- contemplamos los fundos socialistas arrancados al latifundios, que antes eran jardines y ahora son eriales.
Adelantamos y nos adelantan camiones cubiertos con encerados made in Brasil, que ostentan nombres como cooperativas de reparto de alimentos –importados, por supuesto-. Pero en un frigorífico ubicado en Barquisimeto, al cual entramos por curiosidad, la carne que se vende no es la que viene empacada de afuera con nombres extraños, sino la tierna vianda procedente de nuestros campos, y que se nutrió con malojo, paja pará y sorgo. La que siempre comimos con deleite y orgullo, y la que volveremos a consumir en las libres alegrías del futuro.
Para finalizar, hacemos nuestra la recomendación del gerente hotelero que nos hospedó y asistió a los cursos. Así como al que te conté se le ocurrió torcerle el pescuezo al caballo blanco de Bolívar y añadirle una antihistórica octava estrella a la bandera –no fueron ocho sino siete las provincias que unidas decretaron la Independencia-, cuando esta desgracia termine, estaremos obligados a revisar el impacto semiótico de los roles del turpial, la orquídea y el araguaney como símbolos de la fauna y la flora venezolanas.
Al turpial, porque, aún cuando posee fina estampa y canta muy bien, no construye nidos sino que los invade. A la orquídea, flor de innegable belleza, porque es una parásita y vive de los fluidos del tronco donde enraíza. Al araguaney, porque, pese a su espectacular floración y colorido, no da frutos.

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