sábado, 18 de diciembre de 2010

Se limitaron a aplaudir, como focas.

Parte II de: El hombre que le decretó la guerra a su nación
La calle del hambre
En el blog publicado ayer, recordábamos cómo Yosif Stalin se convirtió en el hombre que le decretó la guerra a su nación, y cómo, en un primer e incompleto balance de esta confrontación, hubo entre 4,5 y 5 millones de bajas fatales, la destrucción de las tierras fértiles de Ucrania y la miseria de más de 130 millones de habitantes del medio rural. En cifras más comprensibles, el ciudadano de a pié pasó de consumir de 75 a 24 Kg anualmente, y de ganar de 89 a 24 rublos mensualmente. Cambió las proteínas animales por papas y panes –cuando se conseguían, que no era siempre-.
Mientras tanto, Stalin avanzaba y retrocedía –aparentemente- en el proceso maldito. Decía, por ejemplo, que no todos los kulaks debían de ser ejecutados, pues a quienes contaran con algún en el Ejército Rojo, se les deberían devolver sus propiedades, por lo menos hasta las 32 hectáreas, así como sus bestias y enseres. Cosa que, por supuesto, raras veces ocurría, ya que Moscú se encuentra muy alejado del campo.
Los enemigos de la Revolución
Alentaba un día a los intelectuales para que se pronunciaran contra el viejo orden zarista, y al otro les castigaba por haberse atrevido a criticar el grandioso pasado de la Madre Patria. En poco tiempo, logró convertir a los medios masivos en papeles que nada importante señalaban, pues los escritores tenían miedo de meter la pata, sin saber en qué o por qué se equivocaban.
Su proyecto se centraba en la industria pesada, particularmente en la armamentista, pues consideraba la URSS se había quedado inerme frente al desarrollo de los países que la rodeaban, y que, por ser capitalistas, eran sus enemigos declarados. Apreciación por demás absurda, pues, ¿cómo podía calificarse de inerme a un Imperio terrófago que se había tragado estados nacionales y regiones completas a lo ancho y largo de Asia y Europa?
El espionaje como modus vivendi

Aunque ya ejercía el control absoluto sobre los órganos centrales del Partido, construyó la maquinaria que le permitía ejercer doble y triple vigilancia sobre ellos. Cualquier funcionario importante podía estar seguro de que, en algún lugar de la Secretaria, había un agente que le vigilaba y anotaba en un expediente sus opiniones y actitudes. Incluso a sus colaboradores más leales, como Grigoriy Ordzhonikize o Lazar Kaganovich, les grababa todo lo que decían. Así, el espionaje dejó de ser rasgo del sistema y se convirtió en forma habitual de su existencia.
A través de este recurso, acabó con más de medio centenar de sus camaradas de los primeros tiempos, sin importarle cuán lejos habían llegado. A algunos los humillaba, aunque le lamieran las botas, y luego los desterraba o enviaba a campos de prisioneros. A otros, los molía a palos en los sótanos de la tenebrosa GPU. Hizo una purga, y ordenó la ejecución sumaria de 35 mil oficiales del Ejército Rojo.
Las mortales hambrunas de las provincia lograron el éxodo masivo de millones de campesinos a las ciudades. Allí esperaban ser enganchados en trabajos para los cuales no calificaban. Esta sobrepoblación de marginales ocasionó un déficit de viviendas nunca imaginado, y a su vez motivó la política de expropiaciones de casas y apartamentos urbanos o, en el mejor de los casos, el acomodo de los sin techo en los hogares de las familias a las cuales le sobraban cuartos.
La prohibición al libre tránsito
Asimismo, obligó al Estado a crear una cédula de identidad que prohibía el libre tránsito por la URSS, y residenciarse en lugares distintos al domicilio original de los transeúntes, quienes sólo podían desplazarse mediante salvoconductos expedidos por las comunas, donde figuraban las razones de cada viaje y la duración de la permanencia.
El culpable no soy yo, es el otro
Mientras todo ello ocurría, Stalin estaba convencido de que la aceleración del socialismo era un éxito, y se negaba a escuchar cualquier objeción al respecto. Si algo fallaba, no era por su causa, sino por la ineptitud, incompetencia o mala fe del otro, quien cargaba con la culpa y hasta pagaba con su vida por ello. Por eso, ninguno de los 2 mil delegados al Parlamento Soviético expresó jamás desaprobación por las medidas del tirano comunista y sus resultados catastróficos.
Se limitaron a aplaudir, como focas.
PS: Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

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