sábado, 26 de marzo de 2016

La suerte de los pingüinos
Luis García Planchart
¿Quién no mira al sol cuando anochece?
¿Quién no ve al cometa cuando estalla?
¿Quién no escucha la campana cuando tañe?
¿Quién desoye su sonido que lo traslada fuera de este mundo?  
Ningún hombre es una isla.
Cada uno es una pieza, la parte del todo.
Si el mar se lleva pedazo de tierra, toda Europa queda reducida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.
Ninguna hombre es una isla
La muerte de cualquiera te  afecta, porque está unido a toda la humanidad-
Por eso, no preguntes nunca, ¿por quién doblan las campanas?
Doblan por ti.
John Donne
I
Todos somos culpables de que Maduro se haya empoderado. Parafraseo así el título de la carta póstuma del periodista cubano Miguel Ángel Quevedo, redactada horas antes de descerrajarse la cabeza de un tiro, donde aseguraba que su generación le había tendido la cama a los Castro.
Quien rechace su responsabilidad en nuestro proceso degenerativo, que lo haga calladamente, pero no pretenda aducir inocencia o ocultar su responsabilidad bajo el inmaculado manto de una vestal griega.
Cuando pienso Leopoldo López y a sus esposa Liliana, enfrentados a sus hostigadores como lo hiciera Cristo hace más de dos milenios, no puedo menos que admirar su valentía, deplorando simultáneamente su noble intención, pues hoy no cabe el martirologio, sino del cierre de filas y la concentración de energías para resolver esta vaina de una vez por todas.
A los judíos del gueto de Varsovia les tomó 10 años reaccionar contra el oprobioso y  macabro final que les esperaba en los campos de exterminio. A los chilenos, 17 salir de Pinochet. ¿Cuánto tiempo habrá que esperar para que el venezolano reaccione y comprenda que las campanas doblan por él mismo?
Democracia, tal como se vive EEUU y la Unión Europea, nunca hubo en Venezuela. Como la calificara Arturo Uslar Pietri, se trataba de Un régimen de libertades, contaminado por el capitalismo estatal (el gobierno como gran empleador, manufacturador y proveedor de servicios turísticos) y el control férreo de precios e importaciones, desde el whisky hasta los automotores.
Durante los gobiernos de Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, se suspendieron varias veces las garantías constitucionales por la lucha antiguerrillera, y se ilegalizaron los partidos de la izquierda radical.
En el primero de Caldera, se allanó y cerró por un largo período la Universidad Central, aunque después se decretara la amnistía para pacificar a la República.
La Gran Venezuela de Pérez acabó con el sueño de la clase media venezolana de un hogar por familia, al eliminar el crédito hipotecario fijo al 8 y 12% anual; y destruyó, de paso, la capacidad mediadora de la banca privada, a la cual le resulta desde entonces mucho más rentable enriquecerse con bonos y papeles del Estado que con el honesto ahorro de los trabajadores. Hoy tenemos bancos como poderosos, pero estamos huérfanos de viviendas.
Al inaugurar su mandato presidencial, Luis Herrera Campins dijo: Recibo un país hipotecado. Al finalizarlo, lo dejó peor que antes, con una moneda devaluada que sigue cayendo por un barril sin fondo, y con un control de cambio del cual la nación no ha podido liberarse, pese a haber contado con numerosas oportunidades y recursos para deshacer sus entuertos.
En el segundo gobierno de Pérez, se produjeron El Caracazo y los golpes del 4-F y el 9-N, así como la defenestración del gocho. El mismo Pérez aseguró: Les di de comer y me rompieron el plato vacío en la cabeza. En el segundo gobierno de Caldera, se amnistiaron los oficiales y civiles golpistas de 1992, y se les restituyó su habilitación política.
Caldera se cruzó de brazos, en 1994, mientras el Banco Latino y diez de las instituciones financieras más grandes del país caían en bancarrota. Frente a casos similares, la aún frágil democracia chilena invirtió más de 7 mil millones de dólares para respaldar a los depositantes, y el gobierno español cargó con el muerto del Banco Banesto, no sin antes enjuiciar y enviar a presidio al responsable del gigantesco fraude, Mario Conde, ex presidente de la institución.
Cuando por fin Caldera intervino, la gente había perdido sus ahorros, el país sufría de una espantosa fuga de divisas y la fe en el sistema financiero estaba acabada. Pero no hubo ni un solo detenido. Gustavo Gómez López, ex presidente del Banco Latino, huyó del país, y sólo  enfrentó la inconveniencia de tener que renovar su pasaporte venezolano ante un consulado dominicano en Suiza. Hoy Gómez López ha vuelto al país, y, supuestamente, se especializa como testaferro en la compra de medios para ponerlos al servicio de los carteles del narcotráfico y el contrabando de extracción.
A través de esta simple operación, que le tomó menos tiempo que cobrar un cheque por taquilla en alguna de sus antiguas oficinas, pudo proseguir su vida en entera libertad e impunidad. Es que, a diferencia de Robin Hood –quien robaba a los ricos para ayudar a los pobres-, Venezuela ha estado plagada de Hood Robin, que actúan exactamente al contrario.
El Pacto de Punto Fijo terminó por colapsar en 1999, merced a la exclusión de los marginales, alejados de todos los beneficios del capitalismo moderno (asistencia social, salud y educación pública de calidad y acceso al sistema jurídico). A ellos sólo les tocaban las sobras que, como a perros hambrientos, les tiraban los inquilinos de Miraflores. Las cuales resultaron a la larga insuficientes en función a su distribución y cuantía, pues habían sido percibidas por los beneficiarios como Derechos adquiridos, que debían ir, pero no fueron,  in crescendo; o, al menos, indexados a la imparable y galopante inflación .
II
Diez años antes del fallido golpe del 4-F, Hugo Chávez fue captado y adoctrinado por la extrema izquierda. Desde entonces, comenzó a planificar su asalto al poder. Los oficiales superiores toleraron la evidente conspiración de Chávez y otros comecates, oficiantes de la liturgia del Samán de Güere, para atemorizar a los presidentes de turno, y conseguirle beneficios extras a su gremio.
A diferencia de Fidel Castro, Chávez no engañó a nadie. Los biógrafos y sus discursos revelan, desde un principio, las malas intenciones: más que comunistas, estalinistas; más que marxistas, fascistas; más que revolucionarias, populistas.
A Chávez lo tildaron de loco, pero es indudable que en todo líder carismático hay grandes dosis de megalomanía y sadomasoquismo.
Dijeron que no había superado el curso de Estado Mayor, olvidándose de que Betancourt y Pérez tampoco fueron académicos. Se focalizaron en su mestizaje, como si acá el 90% de los pobladores no fuesen hijos de las veinte mil leches multiplicadas por tres. En fin, le subestimaron, lo cual constituyó un error político mortal.
Chávez no fue siquiera creativo al destruir lo que restaba del puntofijismo. Empleó las mismas estrategias y tácticas de Rómulo Betancourt, que a Acción Democrática le depararon más de cuatro décadas de poder real.
Cada vez que aparecía en televisión, insultaba o amenazaba a alguien en particular. Al día siguiente, los medios, aún independientes y beligerantes, se colmaban de ofimáticos de oficio, respondiéndole a Chávez en sus mismos o aún peores términos, con lo cual no hacían más que servirle de resonadores a sus mensajes.
Durante la infeliz y efímera actuación de la Descoordinadora Democrática, caso omiso hicieron sus dirigentes a las recomendaciones de los asesores estadounidenses, quienes insistían en la indiferencia como la mejor vía para quebrar la estrategia de Chávez. El presidente -afirmaban los gringos- es como el tío Ramón, alguien con quien carga toda familia: manirroto, vulgar, dicharachero. Responderle su terreno, donde se maneja a la perfección, es engancharse, caer en un juego que no pueden ganar, pues desconocen las reglas o porque, sencillamente, no hay reglas…
A diferencia de los Castro, Chávez fue un cobarde. El 4-F, después de que los oficiales a su mando cumplieron con las misiones previstas, se quedó a buen resguardo en el Museo Militar, a unos pasos de Miraflores, y se rindió ante las fuerzas leales al gobierno. El 11-A del 2002, tras haber sido defenestrado por un movimiento cívico militar, cuyo reinado duró 48 horas, los videos le mostraron como un cachorrito asustado, pidiéndole quienes le atendían antiácidos y cigarrillos. Escondido bajo la sotana de Rosalío Cardenal Castillo Lara.
III
La madrugada del 4 de Febrero de 1992 moraba en el quinto sueño, cuando, abruptamente, mi mujer me despertó y me dijo:
-¡Ahí tienes tu golpe de Estado!
Medio dormido y legañoso me senté a ver las desvaídas imágenes de Venezolana de Televisión y a escuchar las declaraciones de Carlos Andrés Pérez y Eduardo Fernández. Lo demás ni vale la pena recordarlo.
Pero mi esposa estaba equivocada. Ni el de Pérez fue mi gobierno, ni el de Chávez mi golpe. No voté por Pérez, pero tampoco por Chávez. Fueron, en mi opinión, las dos caras de una misma moneda. Quienes llamaron en el pasado inmediato loco a Chávez, llamaban en el olvidado ayer Locovén a Pérez. Ambos fueron elegidos por el pueblo, con el auxilio de tecnologías electorales de punta: Acta mata voto, Smartmatic mata acta.
Según un viejo eslogan de Cerveza Polar: El pueblo nunca se equivoca.  Es una gran falacia. El pueblo italiano le dio 5 de los 7 millones de posibles votos a Benito Mussolini en 1924, en la Península donde surgió la Civilización Occidental. El pueblo alemán eligió masivamente a Adolf Hitler en 1933, en la nación donde nacieron Juan Sebastián Bach, Ludwig Van Beethoven y Emmanuel Kant. El pueblo moscovita veló, multitudinariamente y con infinita pesadumbre, el cadáver de Joseph Stalin en marzo de 1959, mientras las tropa elite del Ejercito Rojo, convocada para reprimir una posible insurgencia, se quedaba con las ganas.
Los yerros de los electores venezolanos, no importa si fueron por omisión o comisión, signaron las victorias comiciales de Pérez y Chávez. Pérez terminó abandonando el poder con una condena por peculado, entre las pifias de la multitud. Así también pudiera acabar Maduro, la mascota de Raúl Castro, vencido por la crisis económica, la escasez y la violencia que no puede controlar.
Las distinciones entre el castro chavismo y la llamada IV República no son muchas; una de ellas, el manager escogido. A Pérez lo asesoró Pedro Tinoco, hasta que enfermara de cáncer y pasara a mejor vida. Chávez escogió como primer mentor a Luis Miquelena. Después, adoptó a Fidel Castro, quien, según piensan algunos, aceleró su agonía para trasladar el poder a su cachorro neogranadino.
Las semejanzas entre Chávez y Pérez fueron tantas que sólo pasan inadvertidas en Venezuela, sucursal de la desmemoriada Macondo: la viajadera, la pasión por Fidel, la adopción del capitalismo de estado como modelo improductivo, la afición por las marchas y trotes -Ese hombre sí camina…-, la atracción por los países, colores y costumbres del Tercer Mundo, su odio a la metrópoli o porfirismo; vocablo original de Porfirio Díaz, presidente mexicano, quien no le construyó una sola obra pública a la capital de su nación, esperando que feneciera de mengua.
Díaz percibía al DF como una mujer seductora, malvada, que le chupaba su hombría. Así dejó que se desmoronara, como le ha pasado a Caracas en los mandatos de Pérez, como ha sucedido con La Habana y como lo consiguieron los gobiernos de Chávez y Maduro. He ahí el Estado Vargas, que se ha quedó casi como lo dejó el deslave de 1999, y cuyo único pecado fuera formar parte del Área Metropolitana hasta la IV República.
Pero hubo una diferencia abismal entre Pérez, Chávez y Maduro: mientras el primero fue siempre un demócrata, los dos últimos han sido autócratas.
IV
La Caracas y el país que conocí como niño, adolescente y joven adulto ya no existen. Una urbe y una nación que se recorrían a pie, sin temor a ser asesinado por un par de zapatos. La población de menores recursos se proclamaba Pobre pero honrada.  Pueblo arriba y pueblo abajo rumbeaban, desprejuiciadamente, en las ferias y otras festividades cíclicas.
Había siempre  espacios abiertos para las discusiones inteligentes y las ideas hermosas. Nadie se resentía porque alguien tuviese aspecto de musiú, hablara con acento o mascullara el español. Todo eso se lo llevó por las astas la revolución maldita, no de un plumazo sino de varios, como las normas afro racistas propuestas por el ex gobernador de Anzoátegui y actual Vicepresidente Aristóbulo Istúriz.
Venezuela era entonces el resultado de un proyecto no escrito, según el cual los padres habían luchado para que sus hijos viviesen mejor, ¡y lo estaban logrando!
Los planificadores y ejecutores habían construido con sus propios planes, brazos y recursos, puentes sobre el Apure, el Orinoco y el Lago de Maracaibo; represas hidroeléctricas en el Caroní y Santo Domingo; teleféricos en Caracas y Mérida; refinerías y petroquímicas en Carabobo y Zulia.
Los obreros alcanzaban palmarés mundiales de productividad en tan industrias modernas y competitivas como las acerías, el ensamblaje automotriz y la farmacología.
Los ganaderos habían vencido a la fiebre aftosa, y desarrollado dos razas tropicales de alto rendimiento: Carora y Perijá.
Los agricultores recogían ajonjolí, algodón, arroz, duraznos, sorgo y fresas; a la par de los cultivos tradicionales.
Los médicos habían saneado el medio ambiente y algunos, como Baruj Benacerraf y Humberto Fernández Morán, logrado premios científicos tan prestigiosos como el Nobel y el Galinka.
Los militares habían derrotado a la subversión interna y liquidado al Ejército Cubano en Machurucuto.
La población venezolana crecía todos los años, no solo demográficamente sino en estatura e inteligencia, gracias a su integración genética y a una mejor y más sana alimentación.
El gobierno de Raúl Leoni perdía las elecciones por sólo 20 mil votos y le entregaba el poder al candidato opositor sin aspavientos. Así era Venezuela… tu país, ¡un país para querer!
 Ese mundo entró en agonía con el populismo de Carlos Andrés Pérez, en 1974, y terminó de fallecer con el estalinismo de Hugo Chávez Frías y su sucesor Nicolás Maduro, a partir de 1999. Empero, como afirma Pedro Ouspensky: Lo importante del pasado no es lo que fue, sino lo que pudo haber sido. Lo importante del futuro no es lo que será, sino lo que pudiera ser.
Quienes sobrevivimos y recordamos al país de ayer, nunca perfecto pero sí mucho más feliz que el de hoy, estamos obligados a desenredar el sebucán en que es la Venezuela actual.
No se trata de volver a lo malo del pasado, a la propuesta de Chávez y Maduro, sino de regresar al futuro. No todos los disidentes poseen en la actualidad el vigor, el valor o la claridad de hace 17 años. Pero, como pasa con la división del trabajo, hay plazas disponibles que cada quien puede y debe llenar, según su talento y disponibilidad.
Las opciones al lavarse las manos ahora son subsumir al país en el Mar de la Felicidad, por veinte, treinta cuarenta años más, o hasta que los tranquilizantes sean ineficaces para mantener la apariencia de cordura oficialista.
O el destierro, nunca amable ni fácil, y mucho menos ahora, con una depresión global en marcha. O acabar como una singular colonia de pingüinos que anida, idore tempo, en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, y cuyos miembros se tornan en vigilia  para otear constantemente el horizonte por si logran distinguir la silueta de la Antártica, el hogar que perdieron para siempre.


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