sábado, 31 de marzo de 2018

Reflexiones non sanctas al final de una semana que tampoco fue santa

Felicidad es…que todo del mundo me quiera
Lema de  Oscar Mayer en la década de los 70 del Siglo XX

Francisco I pidió a los católicos que fueran felices, y les aseguró que la persecución de la felicidad nada tenía de malo en sí misma. Por supuesto, siempre y cuando la felicidad acorde con su visión del mundo, y que probablemente discrepa con la de miles de millones de personas que no son creyentes o no profesan la doctrina cristiana. Pero que, afortunada o infortunadamente, comparten el suelo que todos pisan, el agua que todos beben y el aire que todos respiran.
Empero, en su reciente viaje por el Cono Sur, el Papa nada dijo sobre la migración forzada de millones de venezolanos, que escapan de la inseguridad, la escasez y la represión de la versión comunista del Siglo XXI, el narco–régimen chavomadurista.


Le tocó remendar la toga –pues sería impropio decir capote– a Monseór José Antonio Eguren Anselmi, Arzobispo Metropolitano de Piura, al norte de Perú, quien les lavó los pies a 12 emigrantes venezolanos, durante la Misa de la Cena del Señor, el pasado jueves. Eguren Anselmi explicó en su homilía que quería expresar lo que pide el Papa Francisco: que no se le  tenga miedo al extranjero, sino más bien que debe crearse una sociedad donde nadie lo sea.
El Arzobispo alentó a los fieles a saber acoger a los migrantes, y ayudarlos con amor y solicitud. Roguemos insistentemente a Nuestra Señora de Coromoto, patrona de Venezuela, para que en estos momentos mantenga viva la esperanza del pueblo hermano, y que el Señor Resucitado los libere de todo temor, así como de los males de la violencia, el autoritarismo, la hambruna y la persecución.
Concluida la misa, Eguren Anselmi, dio gracias a Cáritas Piura, quien donó víveres y productos de primera necesidad a los paisanos. Su actitud no sólo es conteste con la del Episcopado de Venezuela, sino que contrasta con la del Príncipe del Vaticano.
Me preguntó el por qué.
Para entender qué está pasando aquí y ahora, volteo la mirada al milenio pasado.
Hace mil y pico de años los humanos vivían en un mundo de certezas, donde Dios y la espiritualidad estaban dogmáticamente descritos y definidos, el mundo era plano y el resto de los cuerpos celestes giraban a su alrededor.
Ese mundo se desvaneció o, mejor dicho, dejó de ser creíble. En consecuencia, la humanidad envió investigadores para descubrir realmente que había más allá y poder mostrarle sus hallazgos al resto de los mortales. Entonces nació el método científico, basado en el ensayo y el error, en el ver para creer, que dio pie a la Revolución Industrial.
Al ver que los científicos tardaban demasiado en encontrar respuestas a las preguntas epistemológicas cuyas repuestas el hombre buscaba –¿Quién soy?, ¿para qué estoy aquí?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?–, comenzó a ocuparse por nuevos propósito existenciales, y escogió mejorar su calidad y estilo de vida del menú de opciones a su disposición. Así surgieron las revoluciones del Siglo XIX.


¡Qué le corten la cabeza!–:
El Sombrero Loco en Alicia en el país de las maravillas

Toneladas de apologías se han publicado sobre la Revolución Francesa, considerada como paradigma de la democracia moderna. Pero la francesa fue también la revolución que acabó con la producción agropecuaria de su país y llevó a la hambruna al 95% de sus habitantes –pese a que la nación contaba con la capa de humus más profunda y extensa del mundo–; que degolló a los más destacados dirigentes que la promovieron; que empoderó a algunos de los peores psicópatas –como Robespierre, Marat y Sade–; que estableció un Reinado de Terror por 10 años donde la última palabra la ponía la guillotina. Aunque Francia logró finalmente recuperarse con Napoleón Bonaparte, debió esperar más de un siglo tras su imperio para que los términos libertad, igualdad y fraternidad tuviesen algún significado real.


La máquina domina al hombre y lo destruye
Claude Levi­–Strauss, fundador de la Escuela de Fráncfort

Junto a la Revolución Francesa, hubo otra revolución, la Revolución Industrial, democrática, pacífica y productiva, que impulsó desde finales del Siglo XIX el en salto exponencial de toda la humanidad al futuro.
Antes de su advenimiento, las proteínas eran privilegio de las clases dominantes, las grasas, manjar de los guerreros; los cereales, dieta obligada de los pobres. La medicina resultaba inalcanzable para las clases populares y los fármacos iban desde su inutilidad absolutas, como cataplasmas para curar la tuberculosis, hasta la toxicidad letal, como el mercurio contra la sífilis.
Al poner alimentos y medicamentos al alcance de todos, la Revolución Industrial convirtió en realidad la Leyenda de Matusalén, pues la esperanza de vida subió en Inglaterra de 30 a 70 años, ¡hecho insólito que duplicó la longevidad tras casi 20 milenios!
A la Revolución Industrial le debemos conceptos como sindicalismo, bienestar social y derechos humanos, totalmente desconocidos antes de ella. Aunque el primer centenario de la Revolución Industrial no se caracterizara precisamente por la justicia social, no hay evidencias de que durante el mismo período el campesinado viviera que mejor el proletariado.
Contrario a lo que se piensa, el siervo de la gleba, anclado al feudalismo, siguió a merced de los caprichos de sus amos y los vaivenes de la naturaleza, interactuando en un  medio ambiente brutal donde el aislamiento, la ignorancia y la falta de servicios públicos le obligaban a luchar a brazo partido por su mera subsistencia.
Hubo ciertamente que recorrer un largo camino antes que la máquina de vapor, el acero inoxidable y los combustibles fósiles –tres de las innovaciones emblemáticas de la Revolución Industrial– impusieran cambios radicales en la Historia. Pero el hombre sólo llegó a ser gigante con la producción masiva de bienes de consumo y la multiplicación exponencial de los servicios.
Durante el Siglo XX, el hombre descubrió que los minerales metálicos podían amalgamarse y moldearse para construir todo tipo de aparatos. Inventó fuentes de energía –primero el vapor y después el gas, la electricidad y la fisión–. Sistematizó y masificó la producción agropecuaria. Edificó inmensos mercados para la compraventa de bienes inmuebles y vastas redes para su distribución.
Todo esto fue propulsado por llamada del progreso, el deseo individual de salvaguardarse mientras aparecían las revelaciones anímicas que había perdido a finales de la Edad Media.


El fracaso es la mayor fortaleza de la Revolución Infotecnológica
Michael Malone, escritor y cineasta estadounidense

A falta de pan, buenas son tortas–: diría la infortunada María Antonieta,  esposa del Luis XVI, a las masas que manifestaban contra el hambre en el París prerrevolucionario.  Y tortas fue las que el hombre horneó al crear una vida más cómoda y placentera para él y los suyos en apenas cuatro siglos, humanizando un planeta donde hoy dispone de todas la comodidades de la existencia.
El problema es que tal impulso, obsesivamente centrado en terraformar el planeta  para vivir más confortablemente, llevó a la contaminación del entorno, aceleró el efecto invernadero y condujo al planeta al borde del colapso. Y todos saben que no es posible seguir avanzando en línea recta, pues a pocos metros espera el abismo.
En lo que va del presente milenio, los objetivos del Siglo XIX fueron cumplidos y superados; mas la preocupación espiritual nunca dejó de estar presente pues, como acertadamente dijo una vez el notable escritor mexicano Carlos Fuentes–: El hombre tiene sed de infinito. Por eso ahora, colmado de bienes materiales, el hombre se pregunta–: ¿Por qué y para qué los hice? Por lo cual siempre sus reflexiones siempre han sido non sanctas


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