viernes, 12 de marzo de 2010

De la Gran Venezuela al Caos Mayor

Ayer observamos un reportaje preparado por la televisión sobre los inmigrantes que residen en España, y los conflictos que su presencia ocasiona en medio de una recesión económica de la cual no termina de salir, probablemente por una mediocre gestión del gobierno, que se resiste a poner en marcha las recetas keynesianas que están funcionando en América Latina, EEUU y algunos miembros de la Unión Europea.
De las pateras a los balseros del aire
Los migrantes en España pueden ser agrupados según su origen en cuatro segmentos: africanos, asiáticos, centroeuropeos y sudamericanos.
En el primer grupo, a su vez, hay tres subcategorías: los que proceden del norte del continente negro –de Argelia y Marruecos, principalmente-, los que vinieron de las Guineas y los subsaharianos. En su mayoría, se trata de indocumentados que arribaron en pateras y trabajaron bajo un modo de producción semejante a la esclavitud o servidumbre de la gleba, hasta que vino la crisis y los españoles les reemplazaron en los oficios que antes no querían desempeñar, y con salarios que consideraban indignos, hasta que el desempleo les reventó el bolsillo.
Los africanos constituyen el lumpen de la sociedad ya que, al carecer de papeles, son víctimas potenciales de la extorsión, pueden ser apresados, confinados en campos de concentración y deportados a sin mayores problemas ni explicaciones.
Los centroeuropeos, especialmente los balcánicos, ingresaron a España con pasaportes válidos –en algunos casos- y bajo la protección de la mafia rusa –en los demás-. Destacan en esta subcategoría las mujeres dedicadas a la prostitución, actividad que en esa nación no se considera delito –lo que el Código penaliza la alcahuetería-, perro cuya gestión está asociada, lamentablemente, a otros crímenes como el narcotráfico.
Los sudakas –en su mayoría ecuatorianos y dominicanos- viven en una especie de limbo, algunos poseen residencia legal y otros no. En el primer caso, el gobierno financia su retorno a América, siempre y cuando se comprometan a no volver a España en 3 años. Esta medida fue inventada para los homeless –sin techo- de Nueva York por su Alcaldía.
Los chinos parecen inmortales
Lo asiáticos se subdividen en chinos y los demás –agfanos, hindúes y paquistaníes, entre otros-. Los chinos constituyen un caso especial, pues no se integran para nada a la cultura ibérica, casan entre ellos mismos, no hablan siquiera español y poseen sus propios medios masivos de comunicación. Los chinos llegan a España, establecen comercios, exportan las ganancias a China, establecen PYMES familiares allá –que fabrican los productos a ser expendidos en los establecimientos de España- y van acumulando riqueza. Cuando tienen lo suficiente, venden sus negocios a otros paisanos, y vuelven a China. Y, de esta manera, el ciclo se repite ad infinitum.
Los reporteros observan, asombrados, que en España no hay velorios, entierros ni cementerios chinos. Acá tampoco. En nuestra vida hemos visto publicado un obituario que informe sobre el deceso de un ciudadano chino, y en las visitas al Cementerio del Este o al General del Sur, hemos podido observar el sepelio de un chino. ¿Qué hacen con sus difuntos? Misterio.
Pueblo somos todos los venezolanos
Todo los cual nos lleva a recapacitar sobre el terrible error que comete cualquier país –Venezuela por ejemplo- al abrirle las puertas a la inmigración indiscriminada. Después de la caída de Marcos Pérez Jiménez, los gobiernos democráticos de Venezuela les cerraron las puertas a las familias europeas, y, como éramos un territorio despoblado, dejaron que el vacío se llenara con marginales procedentes de los países vecinos y el Caribe. Esta situación llegó al paroxismo durante la época de la Gran Venezuela, y los cerros –nuestras villas miserias- se poblaron de ranchos, habitadas por personas de bajo nivel cultural, practicantes de la maternidad y paternidad irresponsables e imbuidas de un resentimiento social que era totalmente ajeno a la idiosincrasia , tradición y valores venezolanos.
A mediados de siglo, cuando estudiábamos en el Liceo de Aplicación –un instituto público donde había que sacar 15/20 en promedio para reinscribirse al siguiente período-, nuestros profesores y compañeros éramos homogéneos –no nos referimos a eso que ahora ha dado en llamarse diversidad, y que encubre al neo-racismo, el neo-radicalismo y el neo-marxismo-, pues estábamos convencidos de que Venezuela era, sino el mejor, uno de los mejores países del mundo, teníamos fe en el futuro, sentíamos el orgullo de ser venezolanos y nos percibíamos como su pueblo.
En el curso había tres negros: Elizabeth, venezolana 100%, quien triunfaría como Ingeniera en Obras Públicas y dirigente socialcristiana, Alberto, de padre alemán y madre barloventeña, que se convertiría en afamado científico internacional, y Edgard, de abuelos martiniqueños, que se licenciaría en la Escuela Militar y destacaría como cantante de música típica; dos judíos uno asquenazí –recatado de un kibutz israelí por sus padres, quienes no consideraban apropiada que las educación allí impartida era buena para los que contaban con una sólida familia-, y otro sefardí –cuyo progenitor regentaba un comercio de línea blanca-.
Los 33 alumnos restantes éramos criollos y cristianos, con ese color indefinido que iba desde el blanco lechoso hasta el moreno oliváceo, gama dominante en la España hija de las 20 mil leches.
También se lo eran nuestros profesores, quienes destacaban por sus talentos y estudios, al punto de que de tres de los docentes que nos daban Castellano y Literatura ocuparían butacas en la Academia de la Lengua, y los dos restantes publicarían admirable obra escrita. O la de Geografía Económica, que, años más tarde, ocuparía el despacho del Ministerio de Hacienda. O el de Física II, que trabajaría en su especialidad en los proyectos nucleares más avanzados de EEUU.
Teníamos excelentes laboratorios, instalaciones deportivas, comedor popular, centros culturales y de esparcimiento, cuyos presidentes eran elegidos por votación. Pocas prohibiciones y muchas rutinas, exentos de autoritarismos, mantenían el orden, la disciplina y el rendimiento del plantel, por lo cual –ingenuamente- odiábamos al régimen militar y lo responsabilizábamos de los males de entonces, que hoy no pasarían de ser simples calamidades.
Ningún Estado debe importar marginales
El recuerdo brumoso del pasado de Venezuela y del presente noticioso de España nos lleva a concluir que, a ninguna nación del mundo puede imponérsele la recepción indiscriminada de migrantes, y que cada Estado tiene de obligación de elegir el perfil de personas que espera convivan en él.
La idea no es que formen colonias extraterrestres como los chinos, ni colapsen los servicios públicos como los marginales latinoamericanos, ni engrosen las listas de desocupados, mendigos, delincuentes, narcotraficantes y prostitutas.
Los países modernos, si no quieren ver destruidas sus identidades y redes de convergencia como sucedió en Venezuela y pareciera estar pasando en España, tienen el deber supino de escoger entre quienes desean abandonar sus lugares de origen a aquéllos dispuestos a adoptar una nueva y plena ciudadanía, aportando para ello lo mejor de su trabajo, virtudes y luces. De resto, se exponen a repetir el desastre que sucedió acá, y que nos llevó de la Gran Venezuela al Caos Mayor.

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