jueves, 18 de marzo de 2010

El síndrome de Arias Cárdenas

No sabe cuánto debe agradecerle Argentina a Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), escritor, docente, periodista, estadista y militar; gobernador de la Provincia de San Juan (1862-1864), Senador Nacional (1874-1879) y Presidente la República (1868-1874), no sólo por haber implementado la educación pública universal, gratuita y obligatoria y priorizar el cultivo de la ciencia y la cultura en esa nación austral, sino por haber impuesto el uso de nombres del santoral cristiano a los inmigrantes que aspiraban a nacionalizarse y a los recién nacidos presentados ante el Registro Civil, en sus modos gramaticales y versiones castellanas.
Como maestro, Sarmiento advirtió que las oleadas de migrantes que arribaban a su país tras la Independencia, poseían todas las motivaciones para lograr el éxito, pero carecían de apellidos pronunciables.
Entendía Sarmiento que la relación entre alumnos y profesores se basaba en la confianza mutua, y que raramente ella podía darse cuando ni los unos ni el otro podían recordar cómo se llamaban. Además, que pasar una lista con apellidos procedentes del mundo entero y nombres fantasiosos, recortaría el tiempo de las clases de manera considerable e indeseable.
Cuando se es pedagogo, resulta sencillo seguir la línea de razonamiento que indujo al notable sudamericano a tomar tan drástica decisión.
En lugar de, ¿dígame usted Svoboda, que implica la separación de los poderes?; ¿dígame, Manuel…? Pues es cierto que, ante el apellido Svoboda –uno facilito, checo por cierto- el facilitador duda sobre cómo pronunciarlo y cae ipso-facto en especulaciones inútiles e innecesarias: ¿Será que la “v” es muda, y tendré que llamarlo Soboda? ¿O muda la “s”, y he de llamarle Voboda? Y, por si fuera poco, da al interpelado la oportunidad de replicar: Maestro, tanto la “s” con la “v” se pronuncian, de una manera suave que suena ese-ve, eso sí, pero como aspiradas…
Con lo cual el facilitador queda como un pendejo, pero un pendejo frustrado; pues quisiera decirle: ¡Andá a la mierda, boludo, a joder a la p… que te parió! Mas esa frase no podía salir de la boca de un maestro, y mucho menos uno como Sarmiento, quien era un señor decentísimo y de gran finura al hablar. Y tampoco lo podemos decir los profesores de ahora, aunque sí pensarla.
Hemos recordado la anécdota anterior de un personaje, en cuyo honor se celebra el 11 de septiembre el Día Panamericano del Maestro, porque aún cuando lo primero que se olvida bajo hipnosis es el nombre, en condiciones normales éste reviste de gran significado, tal como se destaca en la comedia La importancia de llamarse Ernesto, escrita por Oscar Wilde en 1895 y, quizás, la mejor de sus obras.
Pensamos que si en Venezuela hubiera mandado alguien como Sarmiento, en lugar de los caudillos militares que continuaron destruyendo al país por lo que restó del Siglo XIX y hasta que Juan Vicente Gómez impuso el orden desde 1902 hasta 1927, nos habríamos librado de muchos pesares- Pues no es lo mismo llamarse Diosdado que Jesús, Arné que Andrés, Cilia que Ercilia, y así.
Es obvio que a quien lo bauticen como Jonfresón –no es invento, así se llama uno de nuestros alumnos- o Usmaíl –tampoco, la conocimos en Puerto Rico, y a su mamá la inspiración le vino de los sellos de las cartas que le enviaba su cónyuge, al servicio del ejército estadounidense, y que invariablemente tenían la inscripción US Mail-, tiene que ser sujeto de chanzas desde la Primaria.
A veces, como Jonfresón, se las toman a bien, pero, en otras, pudieran ser las causas primarias de ese resentimiento social que orienta las mayoría acciones de la mayoría de los próceres de la V República. Aunque a otros, como Hugo, Luisa y Elías, el mal pareciera provenir de otras raíces.
Si a estos nombres creativos les añadimos los errores ortográficos que añaden los funcionarios cuasi iletrados de los registros vernáculos, los resultados resultan catastróficos.
Aquí nadie se llama John sino Jhon. Y como la “h” es muda, debería pronunciarse Jon, como en la palabra “cojón”. Y si en vez de Jhon, le aplican el diminutivo Jhonny, el resultado es risible. Nos preguntamos si el ex gobernador Jhonny Yánez, famoso como actor de reparto en el affaire de la maleta, hubiese llegado a serlo llamándose Juancito. Por lo menos, no habría aturdido a medio Estado Cojedes con el abominable jingle de campaña cuya coda terminaba así: Yoni Yánez…Yoni Yánez.
Por eso preocupa Henri, el que acaba se saltar la talanquera.
Universalmente, Henri no termina en i latina, sino griega. Y, además, está la versión castiza, Enrique, que la ostentan ambos Salas, el Feo y el Anciano. Como cristianos, admitimos que alguien pude equivocarse, por once años y más. San Ignacio fue mujeriego hasta los 50, después se dejó de eso y vean que tronco de empresa montó.
Desconcierta Henri porque se sigue confesando revolucionario. Y eso aquí no implica únicamente adhesión al socialismo –que nada tiene que ver con los de Tony Blair, Felipe González y Michele Bachelet-, sino lesa devoción perruna a la causa de los hermanitos Castro Ruz, la entrega de nuestra soberanía a Cuba y todo lo demás que ya hemos comentado innumerables veces.
Por lo que no se trata de darse golpes de pecho, sino de accionar contundentemente en pro de los sagrados intereses y valores de la República. Lo que más perjudica a Henri es lo que puso fuera de combate a Raúl Isaías Baduel, la sospecha –la gente piensa mal y a veces acierta- que algunos de quienes se están apeando del tren en plena marcha –a menos que tengan datos que no poseemos- pudieran comportarse como lo hizo un señor que le dijo gallina al que le contamos- En cualquier caso, la zancadilla a Henri no provendría de Hugo ni sus hugonotes, sino de un fenómeno conocido como el síndrome de Arias Cárdenas.

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