jueves, 4 de marzo de 2010

Guerreros de porcelana china

Tiene la nariz ganchuda. Sus ojos son dos hendiduras, como cortados en el rostro. El pecho como un pollo. Su voz semeja los aullidos de un chacal. Carece de toda misericordia, y posee un corazón de tigre o lobo. En las malas se arrepiente y humilla, pero cuando triunfa es duro como una roca y capaz de destruir a sus adversarios sin miramientos.
Cualquier similitud con la realidad es mera coincidencia, pues la anterior descripción no describe a algún de sátrapa famoso del pasado reciente o de la actualidad, sino a Zheng, quien se proclamó Rey de Qin a los 13 años de edad, en el 246 ADC, y murió en el 210, antes de cumplir medio siglo.
Zheng presumía ser el más grande, más que cualquier otro soberano. Así lo aseguraba. No se cansaba de repetirlo y, a falta de gigantografías o vallas que no existían en su época, ordenó que sus supuestos méritos quedaran grabados para la posteridad, a golpes de cincel, sobre mármol y granito.
Desposeyó de los medios productivos y propiedades a los ricos y se apoderó de éstos para su propio beneficio y el de su entorno íntimo. Reformó totalmente a la sociedad, simplificando, dogmatizando y banalizando al taoísmo, hasta convertirlo en una flexible ideología al servicio de su tiránico régimen.
Para concretar su proyecto político, que esperaba duraría 10 milenios, venció con astucia y malas mañas a las clases dirigentes de los estados vecinos, a un costo de millones de víctimas fatales. Para Zheng, éstas resultaban perfectamente, prescindible, porque, a medida que iba ampliando sus vastos dominios, se convencía de que el único imprescindible era él.
Qin estaba ubicado en la frontera occidental de China, donde comienza el desierto. Entre sus pobladores había un número considerable de tártaros, iletrados y primitivos, que habían venido más allá del mundo civilizado. Eran tiempos de luchas constantes entre los príncipes chinos, semejantes a las que ocurrirían tras la caída de Roma en Europa Medieval, y probablemente por razones análogas. Sin embargo, el Estado Qin estaba lejos, distante y al margen.
El pueblo de Qin carece de la menor noción de lo que son las buenas maneras, las relaciones familiares o las costumbres honestas. Golpean sus cazuelas de barro, hacen chocar sus cacharros, tañen sus laúdes rústicos y golpean grandes huesos contra sus tambores básicos, mientras gritan: ¡Uhh! ¡Ahh! Así recrean sus ojos y oídos. Si algún lector cree que fantaseamos al respecto, le sugerimos que examine los relatos pretéritos y corrobore la información suministrada.
Esa música no degeneraba –observaba el filósofo Xunzi-. No seducía y corrompía a la gente con melodías y ritmos dulces y decadentes. El pueblo era sencillo y respetuoso con sus funcionarios. La autoridad no tenía otro fin que el buen hacer del Estado y el bienestar del pueblo. En resumen, allí todo era como el filósofo al servicio del autócrata deseaba.
Desgraciadamente, identificó una falla estructural: Qin despreciaba a Confucio y sus seguidores. Tarde o temprano, esta falencia conduciría a una catástrofe. Xunzi estaba convencido. Lo cierto es que, hasta que ello ocurrió, transcurrió mucho tiempo.
A Zheng se le recuerda como el primer unificador del Imperio, lo que logró tras prolongadas y cruentas guerras; el constructor de la Gran Muralla, para lo cual esclavizó a más de un millón de sus enemigos; y el destructor del pensamiento confuciano mediante el expedito procedimiento de quemar sus manuscritos –en la República Bolivariana, los libros no se queman sino se reciclan en papel toilette-, milenios antes de que los guardias rojos de la Revolución Cultural de Mao Zedong acabaran con la tumba, los enseres e instrumentos musicales del venerado Maestro y sus más connotados discípulos.
¿Y qué era realmente lo que a Zheng le incordiaba de Confucio? Las virtudes que, según el Maestro, debía adoptar el buen ciudadano: cortesía, civismo, cultivo del pensamiento, apego a los valores históricos, honestidad, moralidad, amor fraterno, justicia y voluntad para negociar y concertar.
Qin era para las naciones vecinas lo que España para Grecia, Prusia para Alemania o Venezuela para Colombia. La gente fina arrugaba la nariz al hablar de ese pueblo inculto, en el cual la ignorancia había sido elevada al grado de virtud, pero se le respetaba y hasta se le temía.
A Zheng le resbalaba el juicio de sus pares. No se quería saber nada de Confucio ni de su doctrina humanista. Consideraba su pensamiento como un contenido idealista, extraño y decadente que nada tenía que ver con Qin.
Cuando Zheng, en el o 221 ADC, conquistó los demás principados de China –y con ellos todo lo que había debajo del cielo- y logró unificarlos, comenzó la época de terror. Y para que todos se percataran de la trascendencia del cambio, en vez de adoptar el antiguo título de rey, decidió acuñar uno nuevo: Qin Shihuang, Primer Emperador Excelso. A partir de entonces, sus sucesores deberían numerarse, una serie interminable para una dinastía proyectada a diez milenios.
Lo cual no sucedió, pues cuatro años después de la muerte de Zheng, el segundo emperador excelso se envenenó y con él terminó la dinastía Qin. Los 10 mil años quedaron reducidos a quince. El imperio de Zheng, pegado con saliva de loro, se desplomó, pero nunca volvieron los viejos y buenos tiempos.
Pese a que se creía la reencarnación de un antiguo dios de la guerra, y que no le temblaba la mano para encarcelar y asesinar a sus oponentes –al punto de que ordenó el seppu o suicidio de su segundo hijo, al suponer que estaba inmerso en una conspiración para derrocarle- Zheng era un cobarde redomado, que jamás participó en ninguna de las contiendas por él desencadenadas y que vivía rodeado de guardias de seguridad para prevenir –según él- numerosos intentos de magnicidio.
Al final de sus días, la paranoia de Zheng llegó a tal extremo que dejó de verse en público y construyó una red de laberínticas galerías que conectaban al palacio de gobierno con múltiples moradas o búnkeres. Jamás pernoctaba dos veces seguidas en el mismo lugar.
Obsesionado por la inminencia de su muerte, planificó su propio mausoleo, protegido por miles de estatuas de cerámica que representaban burócratas, soldados a caballo y a pie. Los arqueólogos que todavía trabajan en el rescate de estas esculturas milenarias, ya que la mayoría de ellas se descubrió en muy mal estado, conjeturan que estaban provistas de armas reales, con mecanismos que se accionaban ante la presencia de invasores, en el más puro estilo de Indiana Jones.
Al lado de su sarcófago de bronce, yacen los esqueletos de seis de sus más hermosas concubinas que fueron enterradas vivas, tras el fallecimiento de Zheng durante un infructuoso viaje donde esperaba hallar el elixir de la inmortalidad.
Desde entonces el nombre adoptado por Zheng, Qin Shihuang, se ha convertido en sinónimo de pavor para todos los chinos, excepto para uno, Mao Zedong, quien lo reivindicó durante una reunión del Partido Comunista, durante la Revolución Cultural: ¿De qué lo acusan? ¿De haber enviado 46 intelectuales a trabajos forzados? ¡Nosotros mandamos 46 mil!
A partir de Deng Xiapoing, el humanismo, la existencia en valores y el arte de negociar pacíficamente, según los preceptos de Confucio, se han vuelto a poner de moda. ¿Qué queda de Zheng en la China contemporánea? Un mal recuerdo, un capítulo que la gente prefiere olvidar. Asimismo, las estatuas de más de 6 mil guerreros, como una constancia de que la crueldad es un rasgo dominante en la naturaleza humana. Pero son sólo eso, figuras en porcelana china.

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