martes, 19 de febrero de 2013

Un millón de muertos


Volver al futuro
Jean-Paul Sartre afirmaba que si queríamos realmente enterarnos del pasado, debíamos apelar a la Literatura y no a la Historia, pues esta última había sido escrita por los vencedores y no por los vencidos.
Años más tarde Humberto Cuenca, eminente procesalista y fundador de la Escuela de Comunicación Social de la UCV, recomendaba a sus alumnos acudir a las hemerotecas y no a las bibliotecas para entender y reconstruir los hechos del ayer, pues las notas de prensa carecían, publicadas en caliente, de improntas que desfiguraran o tergiversaran los sucesos acaecidos.
Para quienes sólo conocemos los relatos de oídas, cuesta mucho saber qué fue realmente lo que pasó en la República Española, por qué se desató la Guerra Civil y por qué la ganó Franco; pues sobre estos tópicos siempre recibimos una información amañada, ideologizada y enmarcada dentro de un maniqueísmo donde, en mayor proporción y, gracias a la propaganda marxista, malos eran los franquistas y buenos los comunistas-.
El paralelismo histórico
Una carta inconclusa de Enrique Jardiel Poncela, fechada el 28 de mayo de 1947 e inédita hasta 1970, de la cual publicamos extractos y comentarios hace varios años en El Diario de Caracas, puede guiarnos para desvelar la realidad deliberadamente enmascarada. Y es importante hacerlo, porque la actual situación venezolana se asemeja a la que entonces sufrió España, y por causas casi calcadas.
Para quienes no le conocen, Jardiel Poncela fue cineasta, humorista y dramaturgo. Antes de que estallara el conflicto, vivió en el exterior de sus obras y conferencias, y se definía como apolítico –lo que llamaríamos hoy ni-ni-. Pese a sus recelos, regresó a España en 1935 pues allí residían sus hijos y el resto de su familia. Veamos, en sus propias palabras, lo que encontró:
Los militares eran abucheados en las calles. Y si alguno se aventuraba solo en un barrio, se exponía a defender la vida a tiros. Si lo hacía, estaba perdido. A la salida de las ciudades bandas de atracadores desvalijaban los coches, y ya nadie se aventuraba a salir a la carretera.
Grupos de hombres exigían una limosna al transeúnte en innumerables esquinas, gruñendo torva y amenazadoramente: ¡Obreros parados! En todos los sitios y por el mismo procedimiento amenazador, se pedía abiertamente.
En el Congreso se había llegado a extremos verbales tan soeces que no los puedo ni estampar aquí. Pero un día se pronunciaron palabras peores que las más soeces.
Al final de un discurso del diputado José Calvo Sotelo, donde había enumerado los delitos públicos cometidos en los últimos meses ante la indiferencia del Gobierno, la diputada Dolores Ibarruri –llamada entonces La Pasionaria, con una cursilería que resultaría trágica la postre-, comentó: Este hombre morirá con los zapatos puestos; un comentario sin precedentes en algún Parlamento del mundo. Pero la afirmación de esta mujer sin alma, que pedía la abolición de la compasión y la piedad, y que en los mítines gritaba ¡Viva la guillotina!, pronto se tornó realidad al ver que lo de morir con los zapatos puestos le ocurría, en efecto, a Calvo Sotelo. Fue un crimen de Estado.
El cronograma de la revolución comunista
Jardiel Poncela estaba convencido, gracias a múltiples documentos y testimonios recogidos, que la revolución comunista –según órdenes del propio Joseph Stalin-  estaba pautada para 1936.
Lo que desencadenó, cinco meses antes, fue el alzamiento del Ejército de África (17-07-35). Por ello, las bandas armadas del régimen, decidieron actuar según los lineamientos establecidos, no contra las tropas franquistas, sino contra la inerme población civil que había quedado represada en las zonas republicanas:
En Madrid y Barcelona, y en todo el territorio rojo, el asesinato se convirtió en una de las Bellas Artes. Y se empezó a asesinar -con martirio y sin martirio previo-. Primero por razones políticas; y luego por antipatía personal; y por odio; y por rencor; y por envidia; y por diferencia de clases; y por asuntos particulares; y por deudas de dinero; y por rivalidades amistosas, amorosas y profesionales; y por ser cura; y por ser rico; y por ser creyente; y por tener en casa un retrato del Papa del Rey, o una bandera bicolor; y por confusión de apellidos; y por estar suscrito un periódico opositor; y por llevar un escapulario o una medalla; y por ser pariente de un militar o un político demócrata. Y, al final ya se asesinó por llevar cuello y corbata; y por usar bigote recortado (que era moda monárquica); y por gusto de asesinar.
Los rojos decían: Darle gusto al dedo. A esto se sumaron los robos de todos los coches particulares. menos los de los marxistas, entre el 18 y el 19 de julio. A mí me robaron un fordcito, comprado a plazos a fuerza de escribir y de trabajar, pero yo era para ellos un burgués.
Instalados en esos coches, pintarrajeados de iniciales y símbolos, los forajidos sembraban en las ciudades el terror motorizados, en busca incesante de víctimas a quienes asesinar y llevándolas a lugares dedicados a eso, donde luego acudía la chusma a profanar los cadáveres.
Después de los autos –señala Jardiel Poncela- los robos se extendieron a las demás partencias de los no rojos –escuálidos y ni-ni, en lenguaje actualizado-, y éstos sólo pudieron conservar lo que sus adversarios no apetecían.
La revolución bonita se volvió rojita
Y a partir de entonces, sobrevino lo peor:
[…] Solamente en Madrid los difuntos pasaron de 140 mil, más del 12% de la población total para la época.
Meses enteros, desde mi casa oía por las noches gritar a quienes estaban matando. Vi ríos de sangre manar de la Morgue de Madrid, dentro de cuyo recinto el precioso líquido llegó a alcanzar hasta cuatro dedos de altura.
Lo pude observar cuando fui a rescatar, para darle sepultura, al cadáver de un buen hombre, un empresario que patrocinó mis primeras obras de teatro. Efectivamente, allí se encontraba, tirado entre un montón de muertos, deshecho a tiros […] Vi muchas más cosas que no me atrevo a contar porque ni yo mismo, una vez que terminó la pesadilla, las termino de creer.
Aquellos energúmenos, llamados milicianos, pasaron de forajidos a verdugos, y plagaron de cuerpos palpitantes las carreteras de España; durante días, meses y años.
Irrumpieron en las casas de todo el país, sacaron a los hombres y a las mujeres, elegidos al azar, de día o de noche, y los llevaron a darles un paseo, que así fue como denominaron popularmente a estos crímenes espantosos. Al que intentaba protestar, en nombre de algo, también se lo llevaban con la víctima.
Huida al otro lado
Con mucho peligro y sigilo, el escritor escapó de Madrid y pasó a territorio franquista. Al llegar descubrió, asombrado, que las condiciones de vida eran  mucho mejores a las que había abandonado. Dado que la propiedad privada no había sido confiscada, existía comida para ricos y pobres. Los delincuentes comunes eran detenidos y pasados a los tribunales. Los colegios y templos funcionaban.
Jardiel Poncela señaló múltiples acontecimientos y diferencias que se sumaron para consolidar el triunfo de Franco, los cuales serían largos de analizar.
Destacamos algunos: la unidad nacionalista, la existencia de ideales espirituales y españoles por los cuales luchar, el espíritu de sacrificio, la presencia menor de combatientes extranjeros en el bando insurgente, los ejemplos de heroísmo entre los dirigentes franquistas, el apoyo de una escoria cultural a la causa republicana –los mejores intelectuales españoles, quienes en principio habían apoyado al proceso, se replegaron en vista de las tropelías cometidas ppr os comunistas desde el poder-.
Muchos aseveran que la Historia no se repite, aunque –en la mayoría de los casos- la Historia los desmiente, una y otra vez.
Lo que nos sucede a los venezolanos de hoy se parece a los que les pasó a los españoles de ayer. Claro que no es la URSS sino Cuba la que maneja la cronología revolucionaria, y no es La Pasionaria sino las Luisas quienes ordenan y lideran castigos ejemplares para los disidentes.
Lo que no debemos olvidar, como afirma Francis Fukuyama, es que ni al nazismo ni al fascismo los desgastó el ejercicio del poder: Antes bien, hubo que vencerlos en una guerra que contó –sólo en Europa- con 50 millones de víctimas fatales y pérdidas materiales aún incalculables. Y, en España, con un millón de muertos.

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